Presente julio con sus calores, se apiñan las noches flamencas hasta darse la situación de tres festivales importantes en una sola jornada: Moguer, La Puebla y Lebrija. Mermada esta poética trilogía, por aplazamiento de la Caracolá (que se celebrará el 8 de septiembre), y cubierta la información de La Puebla por otro compañero, nos desplazamos hasta la cuna de Juan Ramón para embriagarnos de cante. O eso es lo que uno pretende cada vez que entra, preñado de ilusión, por las puertas de un teatro, un castillo, el colegio salesiano o la caseta de feria de turno. Pero como esto es arte, tienen que darse las condiciones favorables a la creación artística. Dicho lo dicho, mal comenzamos en Moguer: después de la hora prevista, con un sonido bastante latoso y una coordinación de escena más tranquila de la cuenta. De esta forma, el público se cansa y el artista sube molesto.
Abrió la noche la joven Elena de Carmen con la guitarra de Manolo Herrera. La cantaora de Bollullos se excedió en su cometido, prolongando su actuación más de la cuenta. Tampoco es que lo hiciese mal por tangos y seguiriyas, pero en los comienzos -cuando nadie te conoce- es mejor ser breve y esencial, que largo y vacío. No obstante, depositamos nuestras esperanzas en ella ante la nulidad artística de otros jóvenes que están en todo lo alto sin ser absolutamente nada. Como Duquende. Este "destrozacantes", que pasará a la historia como un mal imitador de Camarón, puede provocar un ataque de nervios en cualquiera ante su habilidad para no hacer nada derecho. De este modo, con la voz y poses consabidas, dejó un recital para el olvido en que la guitarra de Juan Requena fue lo más sobresaliente.
Julián Estrada tampoco anduvo fino pero, como a Duquende, le asistió una guitarra de éxito: la de Manuel Silveria. Estrada sigue empeñado en impostar una voz que no es la suya, lo que le conduce a no hacer los cantes todo lo bien que sabe. Es sólo en los pasajes agudos cuando sale a relucir su propio metal, y es cuando queda patente lo que decimos. El público, que no se contentó con lo ofrecido anteriormente, le dedicó sonoras ovaciones ante el despliegue del pontanés por fandangos. Mas estéticamente, no encontramos al cantaor que realmente admiramos. Como tampoco encontramos a Carmen Linares, una figura que demostró que la veteranía es un grado, nivelando la balanza a favor de su maltrecha garganta con un abanico de cantes exóticos (por ser poco interpretados) que llamó amablemente la atención de los advenedizos. Por lo tanto, las estrellas del festival fueron los artífices del baile. Pepa Montes roció entre los moguereños sus habituales aromas escolásticos, de Sevilla, Sevilla. Y Joaquín Grilo, por quién aguantamos hasta el final en el Recinto de La Parrala, dejó por soleá lo mejor de una noche en la que, ante sendos apagones de suministro eléctrico, se vienen a nuestra mente las poquitas luces que tienen algunos flamencos. ¡Con lo fácil que es hacer bien las cosas!.