La bailaora y su grupo cosecharon otro gran éxito en Sevilla, con su espectáculo “Una mirada lenta” dentro del ciclo “Flamenco viene del Sur”
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Web Revista la Flamenca. Luis M. Pérez. Sevilla. Teatro Central 22/3/2017 Foto: Paco Lobato
El Teatro Central de Sevilla acogió anoche la tercera gala del ciclo Flamenco viene del Sur, ese rosario de actuaciones con el que los aficionados pasamos el último trago del invierno y echamos el cierre a la falda camilla para hacer acopio de cantes, torrijas y azahares con los que enfilar la recta de la primavera. Tocaba noche de baile, apetencia por el extraordinario plantel, e inquietud por un título poco sugerente: Una mirada lenta.
Es el Central un teatro dúctil, maleable que se adapta a todo tipo de eventos. Se eleva o se baja el escenario a conveniencia, lo mismo que el andamiaje de la iluminación, que, dirigida por Florencio Ortiz, esperaba a ras de tablas como si de una pista de aterrizaje se tratara. Se habían eliminado las primeras filas de espectadores para que el tablao estuviese al nivel de la fila cero, dejando vacía gran parte de la escena. Alrededor, y fuera de ella, una silla de enea por aquí, un diván, otra silla de Ikea por allá… La parte izquierda del escenario está ocupada por una gran mesa de cocina; al fondo, una batería y demás instrumentos de percusión, otro sofá y la silla vacía de un guitarrista ausente.
Ana Morales Moreno (Barcelona, 1982) es ya una artista consagrada y reconocida en el mundo del flamenco desde su premio al baile “El Desplante” en el XLIX edición del Festival Internacional de Cante de Las Minas de La Unión de 2009 y, sobre todo, desde que al año siguiente triunfara en el Festival de Jerez con su espectáculo “De sandalia a tacón” y su participación en diferentes ediciones de la Bienal de Flamenco de Sevilla, con ese mismo producto o con sus excelentes “Reclicl-Arte” o “Los pasos perdíos”. Desde 2013 a 2016 fue la solista, a las órdenes de Manuela Carrasco, del Ballet Flamenco de Andalucía, que fue premiado el pasado año con el Giraldillo al Baile.
Con la escena vacía de músicos y de enseres, entra Ana en su soledad como una novia enlutada que se dirige pesarosa hacia el altar. Tarda una eternidad en cruzar la diagonal de derecha a izquierda, solo el roce de su zapato, dibujando arcos en el suelo, quiebra el triste silencio. Vestido largo, cola oscura que se enreda y se desenreda sobre sus benditas pantorrillas. Danza contemporánea, rollo intimista. Papá, no entiendo, espera, hijo, espera.
Se oyen campanas apagadas, magia que brota de la percusión de Daniel Suárez (Badajoz, 1984), que estuvo inmenso y siempre presente desde la ingrata penumbra del fondo del escenario. Ana elegante, Ana dramática, más que una novia es una viuda, no, espera… es una monja. “Del convento las campanas”, ahí está don Antonio con su malagueña y su cartagenera, en las voces Grandes de España de Antonio Muñoz (Atarfe, 1972) y Miguel Pérez Ortega (Los Palacios y Villafranca, 1975). Ambos se turnaron como buenos hermanos, mientras la bailarina se despojaba de la cola a modo de piel mudada y, llegado el taranto desde lo alto del Sacromonte, se metamorfoseaba en grandísima bailaora. Mirada lenta, pero pies veloces. Cómo ha pasado de la liviandad y la quietud a saltarle el barniz a las tablas, no lo sé… ¿Lo ves, hijo, lo ves?
Aparece David Coria, David García Berrocal (Sevilla, 1983), coriano y afincado en Madrid (alguien le anima, ¡Madriles, échale papas!), el antihéroe de este drama sin argumento, el contrapunto al baile lento ¿se puede bailar más despacio? de Ana Morales. David es el torbellino, se come el escenario en dos paseíllos y exhibe su fuerza con la frescura de un gallito. Él es el malo malote de la película, dominante, machista, en la frontera del maltrato psicológico con el físico.
Entre martinete y martinete, entre la fragua de Tío Juane, donde Antonio Campos nos mordió a todos en el vientre; y el Santo Óleo que entró en la casa de Miguel Ortega (un lujo contar con este grandísimo cantaor, que fue Primer Premio por Alegrías y por Soleá con veinticinco años en La Unión, antes de llevarse, en 2010, la Lámpara Minera y el primer premio por cartageneras, tonás, seguiriyas, livianas y serranas. “Pa qué más”;) entre toná y toná de Antonio Mairena va el bailaor sometiendo a la bailaora, la para, la abraza, le compone él mismo la figura. Un juego de dominio y sumisión que está a punto de desbaratarse.
Porque suena la sonanta de Rafael Rodríguez “Cabeza”, para llamar una y otra vez al cante por seguiriyas, cante que nunca llega, porque David Coria está obligando a Ana a vestirse una bata de cola. Una bata roja, color vino, color sangre. El color de la seguiriya, que brota del bordón mágico de Rafael, el público barrunta el éxtasis que está por llegar. Porque a los oles espontáneos a cada variación ensayada de la falseta del mítico Javier Molina le siguen los mejores pellizcos de la noche.
Ana Morales gira sobre sí misma en el sentido de las agujas del reloj y se enrolla un poquito más la falda de segundo en segundo. Más lento imposible. Se suceden soleares apolás de Triana, gitanas y alfareras y, una vez más, la bailaora deja atrás la crisálida y se hace honda, muy honda. Lo que por estas tierras decimos jonda. Y mueve esa bata de cola barriendo el polvo del teatro, y sale Carmen Amaya, y sale Juana la Macarrona, y sale Pastora Imperio. La mujer se hace libre en soledad, por soleá.
Y sigue el cante grande. El cante que nunca se somete al baile, el cante que tiene su espacio propio en el espectáculo. Antonio Campos, que en sus inicios fue también guitarrista, acompaña a Miguel Ortega en el diván tipo “chaise-longue”. Verdiales lucentinas a la Virgen de Araceli y rondeña. Antonio deja la guitarra y cruza el escenario hasta llegar a la gran mesa. Subido en ella, David Coria cala gorra color azafrán y hace compás con los pies y los palillos. Y el granadino, sin dudarlo, se lanza a recordarle los tanguillos de Pericón, de Chano Lobato, sin guitarra, a palo seco. Fue una nota cómica de agradecer tras tanta emoción.
Y la mujer liberada se apodera de la escena. La guitarra de Rafael trae la sal y el azúcar del otro lado del charco. Ana se siente guapa, flamenca, sensual, y se recrea con la milonga de Juanito Valderrama, aquella de la Rosa Cautiva, felizmente interpretada por Miguel Ortega. Y gustándose, contoneando su figura, ahora caribeña, bailó unos magníficos cantes del Piyayo con aires de guajira. Apagadas las luces, la mujer cruza la diagonal en sentido opuesto y, con la misma lentitud, se larga por donde vino. Un sueño quizás, pero a nosotros, y a ella, que le quiten lo bailao.
Ficha artística
Espectáculo: Una mirada lenta /Ciclo: Flamenco viene del Sur de Sevilla/ Lugar y fecha: Teatro Central de Sevilla 21/3/2017
Baile: Ana Morales
Cante: Miguel Ortega y Antonio Campos
Guitarra: Rafael Rodríguez “Cabeza”
Percusión y batería: Daniel Suárez
Artista invitado (baile): David Coria