Revista La Flamenca: Revista nº 28 / año 2009 Febrero Marzo. Ricardo Pachón Foto. Portada feria de abril en el Prado de San Sebastián año 1927
En una ocasión me preguntaron por los monumentos de Sevilla. Pensé que, entre mis preferidos, estuvo siempre ese monumento efímero, de tela, color y luz, que fue la Feria del Prado de San Sebastián. Me recuerdo con unos veinte años, parado en una esquina del Real. No podría precisar la hora, aunque si la caricia del vino afinando mis venas y el presagio de una noche de magia flamenca. Serían más de las doce, poco más. En la caseta de Don Ángel Camacho estaría ya la tribu de Morón, en torno al Mayor Diego del Gastor: Joselero, Fernandillo, Amparo y María Torre, Pepe Ríos, Fernanda y Bernarda, Paco Valdepeñas, Paco y Juan del Gastor…. Con suerte Diego de Gloria y Ansonini. Y así todas las noches de la Feria. También podría tirar para la caseta de La Peña Oromana, de Alcalá. Allí estarían, seguro, Juan Talega, Antonio Mairena, Melchor de Marchena, Curro Mairena, El Poeta de Alcalá, Manolito el de María, Juan el Barcelona, Manolito Mairena, Curro Fernández, El Cuto, Rafael el Negro, Matilde, Quintín Vargas…
También podría darme una vuelta, aunque era un poco temprano, por un espacio más abierto: la caseta de La Venta de Vargas, que estaba mirando al Gobierno Militar de la Plaza de España. En la caseta de la Venta: Camarón, Rancapinos, Chano Lobato, Caracol, Lola, El Beni de Cádiz, el Cojo Peroche, Pansequito, EL Brillantina, Antonio el Cordobés, Amós Rodríguez, Juanete, Manuel Molina y, con suerte, La Perla de Cádiz…Así transcurrían las noches de la Feria. Pura voz y guitarra. Solo palmas y alguna pataita de baile. Aún no habían llegado los tocadiscos a las casetas, y lo único que podía distraer al duende de una reunión flamenca era un pianillo de manubrio. Ni siquiera el agreste tambor rociero había invadido este espacio litúrgico. Al amanecer, cuando los trasnochadores sorteábamos las mangueras de la limpieza, una llamada telúrica nos dirigía a la tapia trasera del Pabellón de Portugal. En aquella calle estaban las casetas de las gitanas buñoleras. Volvías una esquina y la luz del alba blanqueaba las cortinas de encajes de un lechoso azulado que competía con las palomitas de aguardiente sobre las mesas. Era el momento de la verdad suprema: Caracol con los ojos velados lo intentaba por seguiriyas. Lo mismo hacía Chocolate, dos mesas más adentro. Y Antonio Mairena. Y María la Borrico. Y Pastora. Y Lola… Mientras un Camarón adolescente, pero ya cantaor de cantaores, esperaba su oportunidad en aquella liturgia de la verdad flamenca.
¿Y que ha quedado de ese derroche de arte? Nada. Sacaron a la Feria de ese espacio monumental, de ese perfecto microclima protegido por los árboles centenarios del Parque de María Luisa, y la pusieron en medio de un descampado. Se multiplicaron las casetas, los tocadiscos, las charangas y todos los ruidos que traspasan las paredes de lona de las casetas. Desaparecieron las reuniones flamencas, y en medio de ese caos acústico algunos artistas flamencos sobreviven trabajando y dando ojana en un par de casetas de nuevos ricos del ladrillo, con porteros armados y uniformados y una simpática cola de feriantes en los servicios: la coca cola. Sevilla, “torre de arqueros finos” ya destruyó su gitanería: la Cava de los gitanos de Triana. Fue en 1957. De pronto los corrales de vecinos de las calles Pagés del Corro y Evangelista se vieron invadidos por un ejercito de policías, bomberos, camiones, excavadoras, palas mecánicas, autobuses… Se había ordenado la segunda expulsión de los gitanos de Triana (la primera fue en 1749). En este caso la orden la firmaba D. Hermenegildo Altozano y Moraleda, Gobernador Civil de Sevilla y miembro del Opus Dei. Sevilla perdió, para siempre, su gitanería de cinco siglos.
La Feria del Prado de San Sebastian fue también un espacio escénico gitano-andaluz, como diría Don Antonio. Los artistas venían de Morón, Utrera, Alcalá, Lebrija, Jerez, Madrid, Cádiz…Convivían y vivían la ciudad, e inundaban la madrugá de las buñoleras con sus mejores fiestas. Todo este caudal de arte ya no llega a Sevilla cada primavera. Por eso tenemos que inventarnos tantas bienales y festivales que han renunciado, de antemano, al valor más preciado del flamenco: la experiencia compartida. Y no es que los jóvenes flamencos no tengan ganas de experimentar el cuerpo a cuerpo de una reunión. Es que los hemos vuelto a privar de su espacio escénico. Y como no todo van a ser nostalgias, proponemos a nuestro Ayuntamiento un par de medidas, unos ligeros retoques a nuestra Feria, para que recupere el ambiente flamenco. La primera concierne al espacio dedicado a las casetas de las gitanas buñoleras y consiste en PROHIBIR el uso de tocadiscos y música amplificada. Seguro que este espacio “unplagged” recuperaría su razón de ser flamenca. Desaparecerían las reuniones trajeadas de comedores de buñuelos y se impondría, poco a poco ¡claro! el silencio y el respeto que necesitan los artistas para crear. Las familias gitanas que controlan este recinto desde muchas generaciones lo entenderían: se trata solo de cambiar los discos de Los Chichos o Camarón por una música en directo. De vender menos buñuelos y más escocés del bueno.
La segunda va dirigida a todos los paisanos, propietarios de casetas, que prefieran mudarse a una zona acústica, naturalmente renunciando al uso de cualquier amplificación del sonido. Por eso pienso que muchas reuniones de aficionados agradecerían mudar su caseta a una zona acústica, acotada en el Real, sin orquestas, sin tocadiscos, ni tambores… y poder contratar y disfrutar a los flamencos de su agrado. Y que se encienda la fiesta. Como en el Prado de San Sebastian.