La Compañía de Joaquín Grilo abrió la décima edición del Festival con A solas. Basado en El guardián de la luz de Sergio Bambarén, presenta la historia de un bailaor que al final de su vida mira atrás y ve cómo el baile ha sido el motor que lo mantiene frente a la pérdida del amor o la muerte. Con una puesta en escena simple pero muy lograda, estuvo arropado por el cante de José Valencia y Carmen Grilo. Esther Jurado (1ª Bailarina del Ballet Nacional) y los invitados de excepción Diego Amador o David Lagos hicieron las delicias del público. El bailaor salió bien al paso de la interpretación que exigía el papel y estuvo extraordinario en las bulerías con José Valencia. Un espectáculo de calidad que les reportará muchas alegrías a sus creadores.
Ni el desastroso sonido pudo deslucir el peso y dominio del escenario de Manuela Carrasco, que sólo con su presencia conmueve. Unos tarantos de negro para comenzar arropada por José Valencia, que luego estuvo soberbio por tonás. Nada le impidió lucirse en las alegrías, incluso comenzar de nuevo una escobilla que no entró a tiempo. Pero sin duda su gran momento fue en la soleá. Este palo permite a la artista desplegar toda su fuerza en contención, con esos brazos alzados intentando escapar de sus pies firmemente anclados a la tierra. Manuel Molina, le cantó sus bulerías con aires de profeta y cargadas de compás creando un momento mágico en el Villamarta.
La nueva revisión de Diálogo del Amargo, que ya vimos en Jerez en 2001, es un claro ejemplo de la elegancia creadora de este coreógrafo. Es una mirada al universo lorquiano del Poema del cante jondo, y una reflexión sobre el tiempo, el amor y la muerte. El universo que despliega aparece perfectamente ensamblado con la excepción de las voces que deslucieron el espectáculo, sobre todo la de Rafaela Gómez. Falló Diego Carrasco, que estaba anunciado y no apareció. Sigue destacando la actuación de Diego Llori que es capaz de encarnar magistralmente el tiempo y la muerte. La obra fue aceptada con entusiasmo gracias a sus bellas coreografías y a la plasticidad del universo que expone.
La escuela sevillana tuvo su noche con Merche Esmeralda, Manolo Marín, Rafael y Adela Campallo. Comenzaron los cuatro por martinete. Desde ese momento engancharon al público. Con la música del Niño de Pura, Rafael y Adela Campallo hicieron un paso a dos cargado de dulzura. Rafael Campallo bailó por alegrías estableciendo una comunicación directa y sin complejos. Pero para delicia, el baile por soleá de Merche Esmeralda. Parece que no ha estado ausente. La sala quedó boquiabierta ante la vuelta de espaldas que dio completamente arqueada hacia atrás, precioso. Adela Campallo supo recoger el listón con una seguiriya, en la que sus pies no sobrepasaron a sus brazos y su expresión. Por último, unos tientos tangos de Esmeralda y Manolo Marín. Y que gran papel el de Jesús Méndez y Javier Patino.
El Eterno Retorno es un claro ejemplo de cómo el flamenco puede expresar ideas complejas sin perder su identidad. Juan Carlos Romero, autor de la idea y la dirección musical, propone al público una reflexión. Si todo vuelve eternamente ¿Está mi destino marcado? ¿Tiene mi vida valor? ¿Tengo poder sobre algo...? Trata de evidenciar que este arte debe revisarse constantemente y reencontrarse. Excepcional puesta en escena de Pepa Gamboa. Una puerta giratoria central en una pared translúcida, divide el escenario, obteniendo de este modo dos infinitos contrapuestos unidos mediante la puerta. En el continuo movimiento que es el instante, Rocío Molina desarrolla todo su arte. Todo cargado de sentido, de forma natural, intuitiva, con una aparente calma y facilidad que no son fáciles de lograr. La obra contó con la colaboración de Pasión Vega para un paso a dos de Molina con Teresa Nieto.
La mujer y el pelele sigue en los escenarios dos años después de su estreno en la Bienal. El Villamarta pudo disfrutar de esta adaptación de la novela de Pierre Louÿs donde, bajo la dirección de Pepa Gamboa, Isabel Bayón aparece como una auténtica mujer fatal. La bailaora hace de todo, desde recordar su infancia mediante la proyección de fragmentos de video en el fondo del escenario donde aparece siempre bailando, y que no entendemos bien a no ser que se pretenda evidenciar más la crueldad de alguien que algún día fue inocente. Canta, toca las castañuelas, saca la bata de cola y la ropa interior para unos tangos que desprenden sensualidad. La presencia de Juan José Amador, en su papel de ciego, llenó de risas la sala. Y Tomasito, que interpreta a Morenito, hizo unos tanguillos llenos de arte y compás. Mateo, el hilo conductor, interpretado por Juan Motilla también posee su bis cómica pero, a veces, resultan excesivamente largos sus monólogos.
Resultaron insubstanciales los Sabores de Sara Baras. Hace tiempo que la gaditana sólo busca el aplauso fácil a base de repetir la misma fórmula. Al final del número, justo con el último taconazo, una luz cenital ilumina a la bailaora que, sonriente, señala al patio de butacas con su dedo índice. Entonces se repiten doce o catorce compases por bulerías (siempre) para -con todos aplaudiendo-, dar la sensación de haber reventado la sala. Esto se llama baile comercial, se hace mucho por Madrid y sirve para descubrir a los públicos facilones. Y Sara lo hace, además, rodeada de malas compañías. Porque, a excepción de un coaccionado José María Bandera a la guitarra, ni los cantaores, ni el cuerpo de baile, ni los artistas invitados, estuvieron a la altura de un espectáculo ya de por si malo.
Quiero y no puedo. Es la frase que más se ajusta al espectáculo de Carmen Cortés, que optó por bautizar como La Puerta del Silencio. Argumento a parte, comenzó por seguiriya, en un paso a tres en el que se estorbaban los unos a los otros. Esto nos hacía presagiar lo peor. La granaína enmendó el roto, pero fue un espejismo que sólo se volvió realidad en parte de la soleá final, en la que Carmen estuvo más preocupada de que se le cayeran las horquillas que de atraer a las musas. En el atrás destacó Guadiana, por su caracteristo metal y porque, aunque hace los cantes a su manera por lo menos, denota conocimiento. A la guitarra Jesús del Rosario, tan técnico y limpio como falto de alma. A propósito del toque ¿Por qué se toca igual una seguiriya y una soleá? ¿Por qué se acelera la malagueña? ¿También la vamos a tener que escuchar por bulerías?
Los Farruco llenaron el Villamarta de jovencitas enloquecidas, por lo que ya se pueden figurar que todo fue un mar de ovaciones a destiempo y apabullantes aplausos. Algunos muy merecidos, como los que cosechó Antonio El Farru (o Farruco), acaso lo más interesante del clan gitano del momento. Así se vio en la Bulería Galáctica en la que, a pesar de ser más de lo mismo, demostró que tiene conocimiento, técnica y discurso para lo que sea. Las guitarras estuvieron a la altura de este baile tan acelerado, y el cante, pachí pachá. No se engañen. A este espectáculo se puede aplicar la misma "fórmula Sara Baras", con las variantes de las impactantes patadas de karate, las salidas al escenario como cohetes y los saltos acrobáticos a dúo. Del gran Farruco, queda cada vez menos.
El Villamarta no apareció completamente lleno. Sin embargo, la propuesta de Andrés Marín cautivó a la mayoría. El exceso de humo al principio, y la ingeniosa iluminación, proporcionaron un espacio sólido para soportar el peso del baile de Asimetrías. Este sevillano investiga nuevos caminos para su baile, utiliza la verticalidad, la descomposición de las figuras de sus brazos y piernas, y una expresión que aunque en principio pueda parecer fría en realidad es penetrante. Bailó por soleá acompañado de su propia sombra proyectada. El resto del cuerpo de baile destacó en las Alegrías para tres batas con sus vueltas en círculos y esas formas que toman sus trajes. En definitiva, una concepción trabajada y sincera del flamenco donde también tuvo su lugar la trompeta de Irapoan Freire y la batería de Antonio Coronel.
El Güito estuvo tremendo por farruca, soleá y bulerías, aguantando, siguiendo el estilo que en su día ya encontró. Pero con excepción de Mª Paz Lucena que supo bailar, el resto del cuerpo deslucieron en la competición interna de atletismo que estaban disputando sobre el escenario y que les hizo cometer numerosos fallos. Moraíto eclipsó al bailaor. Fue sencillo pero directo, su guitarra sonaba con un peso y una intención que cautivó a todo el público. Hizo lo que sabe hacer. Tocó por seguiriyas, bulerías, tangos, soleá, tanguillos en solitario y acompañado por su barrio de Santiago a las palmas, la Filarmoney de Santiago, Pepe del Morao, Ignacio Cintado y Bernardo Parrilla. Supo a poco y se echó en falta un fin de fiesta o algún número entre El Güito y Moraíto.
Hacer Carmen, después de lo que hizo Gades es tener ganas de meterse en los tomates. Y tratándose de Aída Gómez, de tirase de cabeza al tomatal. Parece que, para documentarse, entre el libro de Mérimeé y la trasformada película de Aranda, la bailarina escogió lo segundo. De ahí que soportásemos a una Carmen distorsionada, rodeada por un cuerpo de baile y dos bailaores, renombrados antaño, que tampoco demostraron mucho. El único gustazo que nos dimos, fue el de la música enlatada de José Antonio Rodríguez. Quizás esta obra deba de ser vista desde la óptica del ballet clásico y no del flamenco. Había momentos en los que el Villamarta, parecía el Teatro de la Zarzuela. Por todo ello, vemos desacertada su programación en este ciclo.
El Pipa vino con un espectáculo en el que parece medido hasta el más mínimo detalle. Pero cuando la base se tambalea, los detalles se esfuman. Nos referimos al atrás. Sabemos lo costoso que es mantener a un elenco de categoría, pero El Pipa debe aspirar al mejor. Porque ni los guitarristas, ni los cantaores que vimos en Jerez están a la altura de un espectáculo, que tampoco es el paradigma de la dificultad. Cuenta con los comodines de las geniales Tía Juana y Mariana Cornejo, pero éstas no deben cargar con todo el programa. De Tablao está estructurado inteligentemente para que el espectador vaya asimilando de forma intuitiva los diferentes momentos de cualquier colmao de los 60. El Pipa tiene ciertos momentos muy lucidos, con un baile muy centrado, calculado y de mucho braceo. En otros, con María José Franco, no tanto. Al final, división de opiniones. Porque Antonio tiene seguidores y detractores a partes iguales.
Hacía tiempo que no veíamos una cosa igual. Rafael Riqueni comenzó frío, con la derecha agarrotada, pero se fue calentando a medida que avanzaba el repertorio. Había sacado oles, pero con la rondeña el ambiente se caldeó de tal forma que se vio obligado a hacer dos bises. El concepto que tiene de armonía, melodía y ritmo es personal y apabullante. Alguien del público le llamó brujo. Y él sonrió. El primer bis puso la sala a revienta calderas. Y no era soniquete oiga. Era un bellísimo trémolo, con el que comenzaron a caer las primeras lágrimas. En el segundo, hizo Amargura. Si Font de Anta viviera para oírlo, ordenaría que nunca jamás la tocase una banda. ¡Que gozo sería escuchar a Riqueni tras los palios de Sevilla y del mundo entero!
El cierre al Festival, lo pusieron los cordobeses Blanca del Rey y Fosforito. Con espectáculo por separado, se mostraron voluntariosos. Blanca, hizo de tripas corazón y se dejó el alma en el escenario. Con un atrás espantoso, bailó seguiriya y soleá, ésta última con un mantón que mueve de forma inexplicablemente bella. Su esfuerzo bien mereció la ovación que recogió del público. El maestro pontanés vino con la aplaudidísima guitarra de Manuel Silveria y lo primero que hizo fue acordarse de La Paquera. A pesar de no tener voz para mucho, dio una lección teórica de cante interesantísima todo con una honradez a prueba de bombas.
Texto: Mariano Clavijo - Fotos: Festival de Jerez