Deseamos con ansia que el Central nos de la satisfacción del buen flamenco. Pero esto se nos hace cuesta arriba por más que, cada vez que nos sentamos en su grada, hacemos borrón y cuenta nueva. Joaquín Jiménez "Salmonte" (Jerez, 1962) reanudaba el ciclo, y los sevillanos se reencontraban con un cantaor que las ha pasado "canutas". Ansias y ganas de triunfar no le faltaron, pero no le acompañaron ni el público (que sólo querían pasarlo bien con El Capullo), ni la guitarra de Alberto San Miguel. Salmonete se retorció en todos los tercios, buscando el origen de la escala melódica de cada estilo. Puso intensidad y exprimió los cantes a zapatazos, fruto de la impotencia del que todo lo da y no recibe nada a cambio. Le agradecemos el haber podido sentir el placer en la toná liviana que, para sus paisanos, paso desapercibida. Terminó por bulerías (había hecho alegrías, soleá por bulería y fandangos), con tanta frustración, que dejó incluso un recado desafiante a la estrella de la noche. Pero no estaba para duelos. Porque Miguel Flores (Jerez, 1954) lo tenía todo hecho antes de aparecer con su trouppe flamenca. El Capullo se presentó en el Central como si de un circo se tratara y, lo peor, es que el público lo aplaudió. Este cantaor -indescifrable tanto en letra como en música-, sabe que le salen más a cuenta sus gestos cómicos, que el cante que interpreta. Con lo que él solito avanza, suicida, hacia ese terreno artístico en el que Chiquito de la Calzada es el rey del mambo. Abrió por soleá, marcando los tiempos, e hizo tanguitos, todo ello sin más interés para el respetable que el dichoso soniquete. El mismo mal endémico sufrimos durante el cuarto de hora por bulerías y, de otra pesadilla peor -la del aburrimiento- en los fandangos.
Rocío Bazán (Estepota, 1977) evidenció que tiene bastante que aprender. Hizo cantiñas clásicas, pero no era capaz de hilar el cante. En la taranta llega a desvirtuar la música para no pasar por los tonos agudos, y toca fondo en los cantes alcalareños y las seguiriyas, cuyas melodías parecían improvisadas. Tampoco ayudó el sonido de la guitarra de Paco Javier Jimeno, tan mal ecualizada, que más parecía que tocaba con una raqueta de tenis. Lo mejor, el paseo de la malagueña por los cantes de su tierra (rondeña, jabegote y verdial). Fuensanta La Moneta (Granada, 1984) no es que no lo intentara. Estuvo muy voluntariosa, pero se enfrentaba a dos problemas: uno, el maravilloso atrás que la acompañaba, con un José Valencia en maestro. Otro, la poca transmisión que ofrece su falta de plenitud artística. A destacar, las seguiriyas, que hace a partir de una base muy sólida. Claro es que hay que dar oportunidades a los jóvenes. Esto es vital para que se produzca un cambió generacional con garantías. Pero los que vienen, deben poner más empeño en aprender su oficio. Estas dos artistas, al menos, las lecciones de honradez las tienen bien aprendidas.