A mi tierra, había decepcionado en Málaga. Calixto Sánchez lleva una compañía descompensada, en la que deslumbra Manolo Franco, y ensombrece Virginia Gámez, incapaz afinar más de cuatro compases. En tierra de nadie, queda Rubito de Pará, que salió airoso de la besana y las tarantas, con las que llegó a emocionar. Calixto no pasó del suficiente, por técnico y frío en la malagueña, e incomodo en la seguiriya. Mas la sorpresa fue Luisa Palicio que, con bata de cola, bailó por soleá a la manera de su maestra, Milagros Mengíbar. Brilló con lo delicado de su braceo y la movilidad de su cintura, pero fue viniendo a menos por el exceso de duración de la coreografía.
Con el alma abierta recibimos al último baluarte del baile clásico sevillano. Pepa Montes, en su madurez artística, guarda grandes dosis de un arte tan sustancioso como trianero. Sin grandes alardes, su baile sutil, y enérgico en pequeñas dosis, se sostiene sobre la rigidez de la experiencia. Y se adorna con el maravilloso acompañamiento de Ricardo Miño, que nos mostró como acariciar la guitarra hasta hacerla reír o llorar, según demande Pepa. Una joya. Como el piano del hijo de ambos, que -no me cansaré de repetirlo- sólo debe beber de las fuentes que de él mismo emanan. ¿Y Manuel Molina? ¿Cómo hace tanto con tan poco?. Este halo de pureza y raza, sin exaltaciones extravagantes, son las credenciales que Pepa Montes y familia ofrecen en todos los escenarios. Una línea continua de honradez y arte, que ya es hora que empiecen a respetar los programadores que mucho mandan y poco saben.
Son de la Frontera llaman la atención por su sonido, pero terminan empalagando. Muy pronto, los hermanos Amador aparecen en nuestra memoria. No se puede comparar, a pesar de que Raúl Rodríguez toca el tres cada vez mejor. Es el complemento ideal de la guitarra -distraída para el cante- de Paco de Amparo. Recuerda a ese sonido de los guitarrillos que se conservan en determinadas manifestaciones del folklore español. Pero, no nos engañemos. Quien está presente es Dieguito de Morón, por lo que la autoproclamación de herederos, está de más.
Tábula Rasa era una verdadera incógnita, y para muchos asistentes a su estreno sigue siéndolo. Música, voz y baile por separado. Abrió Diego Amador, tan acelerado en su soleá como confuso en la farruca. Este no es mi Churri. Inés Bacán, con su poquita voz y su compás descompasado, hizo del martinete lo más interesante de la primera parte. Pero lo mejor, estaba por llegar. ¿Genio o loco?. Las dos cosas. Entre la risa y la incredulidad de los lelos de siempre, contemplamos a un bailaor personal y puro en su heterodoxia. Pasan los días, y todavía pienso que quiso expresar el macareno en tal paso... en aquel braceo... en la castañuela dental. ¡Que bueno si tuviéramos a un Israel Galván al lado para explicarnos cada gesto!. La mayoría de los auditorios se verán sorprendidos, más por lo excéntrico de la cáscara, que por lo sabroso del fruto.