Una ardilla podría cruzar el mundo sin tocar el suelo saltando de cabeza loca en cabeza loca, por una ruta de artistas flamencos.
Web revista La Flamenca. Luis R. Lorite 4/11/2018
No soy psicólogo ni psiquiatra. Pero identifico a la primera cuando a alguien que baila le cuesta un poco hilar dos frases sobre el mismo tema en una conversación. Empiezo a distinguir cuando están pensando en otra cosa, no solo mientras supuestamente te escuchan sino, incluso, mientras te contestan. Yo mismo lo he hecho. Y me he visto viviendo largas temporadas dentro de un bucle compuesto únicamente por una breve línea rítmica de zapateado, o de eso que llaman “remanencia melódica”, que también se podría llamar trastorno obsesivo compulsivo aplicado a la danza y a la música.
Aunque haya escrito una novela titulada “Sobre Flamenco y otras enfermedades mentales” no soy un experto, ni he hecho ninguna investigación científica sobre el tema. Simple y llanamente lo vivo. A veces con más desasosiego y otras con gran placer. Eso sí, no me siento un perro verde en absoluto. Creo firmemente que las enfermedades mentales (por llamarlas de alguna manera) son como las abdominales, todo el mundo tiene unas, pero no a todo el mundo se le notan. Es más, creo firmemente que una ardilla podría cruzar el mundo sin tocar el suelo saltando de cabeza loca en cabeza loca, por una ruta de artistas flamencxs (y no flamencxs).
Recuerdo una entrevista en la que Israel Galván contaba cómo, cuando sus hijos pequeños le veían con la mirada perdida, completamente inmóvil en el sofá de su casa, éstos le zarandeaban y le increpaban: “¡Papá, deja de bailar!”.
Israel ahora es una estrella global de la danza, pero si tiramos de hemeroteca “loco” era lo más bonito que le decían con sus primeros espectáculos. Por ejemplo el que hizo, precisamente sobre Félix “El Loco”, un bailaor de Triana al que fichó Diaghilev para los Ballets Rusos en 1918, y que acabó en un psiquiátrico por no poder dejar de bailar (literalmente). Se brotaba e iba bailando por la calle, hasta que la policía lo detenía. La leyenda dice que Diaghilev y Massine le robaron la autoría de coreografías tan famosas como La Danza del Molinero de Falla y que por eso enloqueció. Lo que nos daría para abrir otro melón: el paralelismo entre los binomios arte/locura y éxito/fracaso. Pero nuestra ardilla no puede abrir todos los melones que se encuentre, porque obviamente una ruta de cabezas locas es un auténtico melonar.
“Las enfermedades mentales (por llamarlas de alguna manera) son como las abdominales, todo el mundo tiene unas, pero no a todo el mundo se le notan.”
De la cabeza de Diaghilev salta y aterriza en la de Nijinski, un bailarín del que cuentan que podía hacerte llegar el olor de una rosa interpretando que la movía con sus manos, pero solo hay que empezar a leer sus diarios, en los que las comas y los puntos brillan por su ausencia, para notar que no había líneas divisorias en su cabeza entre consciente e inconsciente.
Muy consciente de esta tangencia entre arte y locura se muestra Paco de Lucía en el brillante documental titulado La Búsqueda que firmó hace unos años un hijo del guitarrista. Él mismo sentenciaba que los artistas tienen que vivir solos, reconocía que no podía evitar pensar en otras cosas (cositas suyas) mientras le hablaban, y asistíamos, grabaciones caseras mediante, a la intimidad de un genio enfrascado como un paranoico en desmontar y montar aparatos electrónicos ante la mirada jocosa de sus familiares.
Otra cabeza insondable sería la de, mi guitarrista de cabecera, Rafael Riqueni, quien ha hablado públicamente de su bipolaridad, y que además de un torrente de talento, cuando lo ves tocar en vivo, tan cerca como para apreciar su rostro, te trasmite tal fragilidad que parece un milagro que sea capaz de terminar el concierto. Para defenderse del estereotipo de vida tóxica que pende sobre los artistas, Riqueni cuenta que nunca superó el suicidio de su padre “Llevo tomando pastillas desde entonces. 20 años. Bastante bien estoy”.
Cuentan que un día Riqueni se presentó en el tablao CasaPatas vestido de Mozart. Con la misma indumentaria aparecía Ray Heredia en su único y premonitorio disco Quien no corre vuela. El fundador de Ketama anticipó como un medium los caminos del “nuevo flamenco” y así se construyeron durante más de veinte años a su imagen y semejanza.
En esta parte del camino nuestra ardilla saltaría a la cabeza de otra “One-Hit Wonder” como Tina Muñoz de Las Grecas que, no solo fue pasto de su esquizofrenia paranoide, sino del estigma social y el carroñeo mediático.
Los nombres propios son la parte fácil de narrar del viaje de mi ardilla. Lo difícil es compartir lo incompartible. Sentir la espiral del silencio y el tedio social alrededor de tus obsesiones que solo te importan a ti. A pesar de ser una condición común denominadora, la superstición se impone y no se nombra como si así se hiciera desaparecer. Pero el noventa y nueve coma nueve por ciento de las cabezas que pisa mi ardilla son anónimas. Sus vidas no dan para el argumento de un biopic, y sin embargo siguen siendo el noventa y nueve coma nueve por ciento, en este caso del flamenco. ¿Por qué no contar su historia? Somos una masa fuera de la historia, que también tiene, tenemos, con toda nuestra mediocridad, derecho a la intrahistoria. Aunque solo sea porque en el reconocimiento entre iguales se encuentra mucha paz. Tendremos que escribir más.