Farruquito personifica el baile racial, el baile gitano, la pureza que infunde la sangre. En los títulos de la propuesta, tanto en el original -“puro”- como en este remake -“esencial”-, así se explicita. No obstante, en el espectáculo que puso en escena en el Villamarta se evidenciaron contradicciones y paradojas comunes a otros discursos de autenticidad. Nos resultó auténtico, un verdadero placer para los sentidos, verlo bailar por soleá. Nos pellizcó por alegrías, especialmente cuando se paró y templó pero en otras fases su baile se tornó un tanto repetitivo y vano. Los saltos y piruetas marca de la casa y ese trabajo de pies de vértigo llegaron a ocultar la estructura y el aire de los estilos que eran simplemente apuntados. Aún así, vimos al bailaor más pausado que otras veces y entiendo que por eso también nos transmitió más.
Los números de transición –es uno de los problemas que ocasiona un espectáculo tan personalista- se hicieron largos, especialmente los tangos que a la limón y con coros al estilo factoría Isidro Muñoz hicieron la Tana y Encarna Anillo. Las guitarras de Antonio Rey y Román Vicenti estuvieron a un gran nivel.
El espectáculo satisfizo y mucho al respetable. El tirón mediático, el poder simbólico e iconográfico que posee para la comunidad gitana y sus hechuras de excepcional bailaor explican su éxito y la legión de incondicionales e imitadores que posee . Nos quedamos con el auténtico e incluso con sus contradicciones.
Texto: Julio de Vega