Viajar fuera de España y encontrar festivales de flamenco es cada vez más común. Londres, Nimes, Arles, Berlín o Albuquerque son algunos de los lugares -pintorescos si se quiere-, que acogen con más o menos acierto las representaciones de nuestros artistas más comerciales. En este listado sobresale Mont de Marsan, una ciudad de cuarenta mil habitantes al suroeste de Francia que lleva 19 años celebrando un festival de flamenco por encima de la media de calidad, y que es capaz de enmendar la plana a otros tantos en nuestro país. Si a ello unimos el trato exquisito que dan a quienes nos acercamos al calor de su iniciativa, eludir la cita es difícil. Es por ello, que la duda surge. Artistas, prensa, managers, acompañantes nos preguntamos: ¿Tratamos de la misma manera a quienes nos visitan en la Bienal de Sevilla, por ejemplo? Todos pensamos que no. Pero lo que más sorprende es la acogida de público. Hay quien se acerca a Mont de Marsan desde el norte de Francia. Unos, ahorran todo el año para poderse pagar su estancia en la ciudad. Otros pernoctan en sus caravanas, para poder pagarse las entradas. Son, en bastantes casos, familias enteras. Sólo de este modo se entiende que se roce el "no hay billetes" en el Espace François Mitterrand, un recinto para tres mil personas.
Así, puso en escena Javier Barón Meridiana. Estrenada en el pasado Festival de Jerez, el alcalareño ha sometido su obra a una reestructuración leve de contenido y compañía, acercándola quizás a Dos voces para un baile. A la columna vertebral del elenco (Javier Patino, Tomasito, Alexis Lafèvre y Tino di Geraldo) ha sumado la presencia de Dani Méndez y Leonor Leal, para que David Palomar y Antonio Campos ocupen las plazas de Juan José Amador y Jesús Méndez al cante. Por lo que respecta a Barón, ha conseguido perpetrar una fiesta en clave de soleá, por ser este el tiempo que domina la obra, con espacios también para los ritmos binarios y ternarios. Todo, sin dejar al descubierto una línea argumental que subyace en la cuadratura del baile. Por ello, la presencia de Manuela Ríos, Leonor Leal y Ana Morales se antoja imprescindible. Por conformar una base sólida sobre la que Javier puede construir su baile. De este modo, puede repasa una y otra vez los cuatro puntos cardinales de una brújula imaginaria que se intuye a su alrededor, sin caer en la monotonía. Por su parte, el genial Tomasito viene con sus cortinillas a dar sentido a los tiempos muertos.
El Café Cantante que se instala para la ocasión en el mercado de abastos de la Place Saint Roch acogió a Ángeles Gabaldón y Rocío Molina. Ambas traían dos propuestas muy personales, enfocadas a un mismo final, pero con argumentación y materiales de distinto carácter. La gaditana, se adueñó de los pilares de la escuela sevillana para hacer de Volantes de hondura un monumento al buen gusto. Tiene un gesto facial amable, lejano al apretado de otras que bailan por alegrías como si estuviesen enfadadas con el resto del mundo. Es la vía de entrada a su arte, que fluye con el abanico y el mantón, de fácil movimiento en sus manos. Lo demostró en la guajira con colombiana y por alegrías, donde parece que se ha hecho mujer con la bata de cola puesta. Ofreció, además, solvencia para otro tipo de formato: en el taranto o en el martinete con seguiriya de entrada -junto a Juan de los Reyes-, amplió su registro hasta lograr, con el oficio de un atrás de garantías (Rafael Rodríguez, Juan Reina y Miguel Rosendo) el convencimiento de los más exigentes.
Rocío Molina va por otro camino, y le lleva cientos de kilómetros de ventaja a sus más inmediatos perseguidores. Unos piensan que se sale de las normas de la heterodoxia, pero atendiendo a la secuenciación de sus movimientos se adivina fácilmente la estructura de lo clásico. Gusta a todos porque no parte de la nada. Va creando y personalizando su baile hasta la herir sentimentalmente a quien la contempla. Cualquiera de su generación hubiese usado una vestimenta provocativa para enlazar movimientos sin sentido. Ella explotó el cuero para elevar el taranto. Hay quien cercano/a a sus veintipocos años hubiese zapateado el zapateado hasta el aburrimiento. Ella, con el aderezo de su traje de cenachera, hizo rebosar de sentido. Cualquiera, de los que vienen con la vanguardia y la contemporaneidad por montera, hubiesen bailado por soleá hasta llevarnos a la más sonora carcajada. Ella, tan tétrica en el vestir, pero con la aquellas armas en la cabeza, bailó por soleá distinto al mundo. Dice que no encuentra un rimel para sus ojos que no se descomponga con el sudor. Y no me extraña.
En cuanto al cante, tres termómetros que marcaron una temperatura muy parecida, pero con un índice de humedad distinto. En primer lugar la dama. Aurora conoce de sobra su oficio, por eso no actúa. Hace lo que sabe hacer. Que arranque por soleá y alegrías es sólo un preámbulo a esa ceremonia gitana que es su cante por tangos y bulerías. Quien va a verla sabe lo que va a encontrar, por eso nunca verán malas caras en sus adeptos, aún desafinando como en tantas ocasiones. Eso también forma parte de esa ceremonia. La noche anterior -en el Espace François Mitterrand- José Mercé atrajo la atención de quienes venían con la incógnita de saber a que artista iban a encontrar: si al cantaor serio que en estado de gracia es capaz de formar el taco; o al cantaor embustero que por seis o siete kilos la noche es capaz de asegurar, sin faltarle el "aire", que su "puturrú de fúa" es el futuro del flamenco. Al final, mitad y mitad. En la cara A, malagueñas del Torre y El Mellizo, soleares, fandangos y seguiriyas. Bien, la verdad. Mas cuando la parroquia disfrutaba del Mercé glorioso, llegó la cara B con orquestina por alegrías, Al Alba y Aire por bulerías, y al personal no le gustó tanto. Por lo que el jerezano, que captó el mensaje, volvió a las bulerías de toda la vida para poner un cierre más que digno. Por eso, no debió extrañarle a ninguno de los españoles allí presentes, que cuando Pansequito salió por alegrías la noche siguiente, acompañado sólo por la flamenquísima guitarra de Diego Amaya, el público galo se rompiese la camisa. No se puede cantar mejor ni más gitano que Panseco. Por soleá modeló maravillas en cada tercio, por tarantos fue de menos a más, ligando y ligando, y por seguiriyas nos hizo gritar de enloquecimiento ante el asombro de los compañeros de la prensa. Llegó a las bulerías con los máximos trofeos en la
mano y dio cuatro vueltas al ruedo por fandangos.
Capítulo aparte hay que dedicarle al Steve Wonder de Las Tres Mil. Diego Amador fosilizó el Café Cantante al completo con su piano profundo y su quejío de agudos rajados. Se presentó con un acompañamiento de jazz de considerable superioridad, con la batería de Antonio Coronel y el contrabajo de Chechu Sierra, que dejó un resultado flamenquísimo si se tiene en cuenta la formación. Es la sensación que dejó en nosotros la rondeña y la soleá por bulería de inicio, en las que el piano se va transformando en guitarra por el peso que impone Amador y en que el resto del acompañamiento se convierte en cordial compañero de viaje. La prueba del algodón llegó con la taranta en solitario y la soleá de Diego... por si a estas alturas quedaba alguna duda. La consecuencia de sus actos: el Café Cantante al completo en estado de petrificación, al que se llegó con la patá por bulerías de Bobote y Torombo.
El Festival de Mont de Marsan tiene por costumbre estrenar espectáculos de producción propia -podría de decirse- que, en casi nunca vuelven a darse. Es el caso de Moroneando, que no sabemos si tendrá continuidad, pero que consiguió reunir en un escenario a artistas de Morón y otras localidades cercanas: Juan del Gastor, Daniel Méndez, El Galli o Jairo Barrull entre los primeros (faltaban Juana Amaya, Paco del Gastor o Pepe Torres). O de Tomás de Perrate y José Valencia en el caso de Utrera y Lebrija. La idea de Moroneando no es mala, pero pensamos que hubiese brillado con luz propia de haberse realizado hace treinta o cuarenta años, con los estandartes de la tierra en pleno apogeo de su arte y una producción profesional, que no permitiese que la cosa se prolongase más de hora y media. El cierre a esta edición lo puso la gala titulada Maestros, que reunió a los que imparten los cursos paralelos al festival: Rafaela Carrasco, Rocío Molina, Fuensanta la Moneta, David Palomar, José Valencia, Daniel Méndez y Eugenio Iglesias, entre otros. Lo que se dice y se enseña a los alumnos, hay que revalidarlo poniéndolo después en practica. Esto sucedió el 7 del 7 de 2007, mientras en Antequera le daban el pistoletazo de salida a la Bienal de Málaga. El flamenco... que está de modé.
Fotos: Sébastien Zambon