Desde todos los medios se ha venido cuestionando la programación de este ciclo. Entre otras cosas, porque no se entienden inclusiones como la de María Toledo (Toledo, 1983). Esta chica, a pesar de sus ganas, no hizo ni un cante derecho porque no está preparada. ¿A qué engañarla? Le haríamos un flaco favor si virásemos a luminoso lo que fue un recital lleno de nubarrones. Ni técnica vocal, ni conocimiento del cante. Su compañera de cartel fue Carmen Grilo (Jerez, 1982) alguien que poco a poco abandona el grupito de las promesas para hacerse realidad. En la farruca de inicio percibimos el salto de calidad con respecto a Toledo. Por soleá, sobre el sustrato del pleno conocimiento de los estilos, se permitió hacer diabluras con la melodía, sin perder la rotundidad y jondura exigibles. Continuó por alegrías, saltando limpiamente esa barrera imaginaria que separa sustancialmente a Cádiz de Jerez y para el cierre, nos brindó las mejores bulerías de cuantas vimos en este ciclo.
Marina Heredia (Granada, 1980) se presentó caminando por pregones, en los que introdujo la toná del Cristo y el remate de la verdad. Por soleá dejó clarito que está muy por encima de cualquier otra propuesta procedente de Granada, aunque la guitarra de Bolita no la dejase ni respirar. Destacar la enjundia que imprimió su garganta a los fandangos del Albaycin. La misma que a los tangos de igual origen, que rebujó amablemente con los sones malagueños. Y cuando la cantaora nos tenía a sus pies, nos regaló la bulería poética que llevará en su segundo disco, con letra de Bergamín. También estrena obra discográfica Antonio Vargas "Potito" (San Juan de Aznalfarache, 1976). Mas este cantaor no tuvo su noche para soleares y seguiriyas. Con ellas comenzó un recital en el que su continuación por Huelva tampoco supo a nada, por lo que hubo que esperar a tangos y bulerías para reencontrarnos con el "Potito" dominador. La presencia de El Torombo y Paco Fernández sirvió para este menester, en un recital de pocas luces y muchas sombras.
La honestidad y honradez de Diego Clavel (La Puebla de Cazalla, 1946) no tienen límites. Si bien la interpretación del repertorio escogido no fue homogénea (a la vista de caña y tientos), hay que celebrar su ejecución de los cantes por malagueñas de Chacón y, con entusiasmo, el repaso ortodoxo y caliente de los estilos por soleá de Alcalá y, jerezanos, gaditanos, portuenses, en seguiriyas. Hasta aquí su didáctico recital. Porque el morisco no necesitó del comodín de la bulería para conciliarse con el auditorio. Ya estábamos saciados. Para el postre quedaba Menese. Y si es cierto que José no anduvo certero en afinación, estuvo superior en la interpretación de todos los cantes. Nos deleitó por tonás y marianas, se adueñó de la petenera y se coronó rey de la soleá al son de Alcalá. Juan Talega lo llevaba de la mano. Pero como Menese (La Puebla de Cazalla, 1942) es una sorpresa constante, se descolgó biseando la ¡guajira! y volvió de nuevo a escena, junto a su paisano Clavel, para conducirnos al sueño eterno de las tonás tomasianas.
Merche Esmeralda (Sevilla, 1947) estuvo enorme, algo que se nos antoja más que sobresaliente, si tenemos en cuenta la desastrosa labor de un atrás impropio de esta artista. Mas Esmeralda, autista al ruido que escupía la garganta indocta de Charo Manzano, dejó un superávit de flamenquísimos detalles para el decálogo del buen baile por seguiriya y soleá. Aún le quedan reflejos para sentar cátedra, auspiciada por el timón de guía que es una cabeza en su sitio, una cintura inquebrantable y un braceo capaz de pintar hermosos garabatos en el aire. Y sin abusar de los pies, que no volvía a Sevilla para clavar puntillas. Para eso trajeron a El Cigala. Para dárnosla. Si se trata de llenar el Central, háganlo fuera de este Ciclo, donde la palabra Flamenco no figure victoriosa. No engañen. No enmarañen. No confundan. El Cigala no es Flamenco. Él mismo lo demostró -por enésima vez- en Sevilla. Salió al escenario creyéndose Frank Sinatra, acompañado por un trío/cuarteto de jazz-flamenco, para montar su botellona particular ante el respetable, llorisquearnos a media voz sus Lágrimas Negras y, de paso, rebajar a Picasso a pintor de brocha gorda. Sólo cantó por soleá, pero con el mismo gusto que tiene para escoger su vestuario.
La coincidencia con el Homenaje a Chocolate obligó a desplazar Ganadores de La Unión. Si abríamos esta crónica con un lunar negro, un puñadito más para el cierre. La guitarra finalista de Gaspar Rodríguez (Estepona, 1974) tan técnica como falta de discurso, principió la gala por tarantas y soleá. Toda su música, incluidos los tanguillos y bulerías finales, resultó un gazpacho de melodías en el pentagrama, sin coherencia ni sentido alguno. La ganadora de la Lámpara Minera tampoco justificó en Sevilla el premio que la ha puesto en órbita. Su cante reduce el galardón a mechero de yesca y su torrentera de voz resultó incapaz de cambiarnos el gesto hacia la mueca del placer. Sí hacia la sonrisa que nos provocaron las seguiriyas y los tientos. Y hacia la carcajada en los caracoles, donde el guitarrista la llevó al trote cochinero. Al parecer tenía mas ganas de terminar que nosotros. Es Gema Jiménez (Jódar, 1985) otro triunfito de la academia Heeren, donde saben muy bien lo que quieren en Las Minas. Esto es, defensores de la estética pre-chaconiana que abandera Pencho Cros. Y como guinda final, Daniel Navarro (Córdoba, 1980) que sólo ofreció pies. Al final, fue José Valencia quien sacó las castañas del fuego en la ronda por tonás.
Remate: Para la próxima temporada, debiera buscarse una mejor sonorización. Muchos espectáculos se han ido al garete por culpa del deficiente sonido. Y obligatoriamente, los programadores debieran tener en cuenta el amplio listado de buenos artistas flamencos que siguen ignorados al margen de los circuitos. Y por supuesto, seguir incluyendo a gente joven, pero preparada
Fotos: Antonio Cid