El pasado ocho de febrero se presentó en el Teatro de la Maestranza acompañado por otros trece jóvenes artistas en la función Divino tesoro, de José Luis Ortiz Nuevo. Dos semanas después, lo vimos en el Teatro Lope de Vega de Sevilla, en el estreno del espectáculo Bailaora, de Asunción Demartos. En ese período, Diego Villegas Gómez (Sanlúcar de Barrameda, 1987) ha conseguido poner de acuerdo no sólo a buena parte de la crítica y de los aficionados, sino también a muchos de sus propios compañeros de profesión, que literalmente “se lo rifan” para actuar con él. Puristas y menos puristas coinciden en reconocer el pellizco de la música de Diego, que ya sea con su armónica, su flauta travesera o su saxo soprano, echa por tierra los dogmas de lo que es o no es, de lo que suena o no suena a flamenco.
Web Revista La Flamenca. Luis M. Pérez 12/03/2015 Fotos: Pepe Montiel
Diego, no sé si eres consciente de la que has liado en este último mes. ¿Te ha pillado por sorpresa el éxito?
No hay que darle mayor importancia. Yo llevo trece años de profesional, intentando ganarme la vida con el flamenco. Antes no me sentía preparado para dar un paso adelante como el que estoy dando, pero llega un momento en que tomas la decisión, quizá porque mucha gente, amigos, te lo piden, Diego, tienes que hacer algo… Hombre, tonto no soy, y me doy cuenta de la ilusión que le hace a cualquiera que está empezando el que lo llamen para actuar en cualquier sitio, por ejemplo a mi novia, que es bailaora. Y de repente te empiezan a llamar para actuar en el Maestranza y en el Lope de Vega, los teatros más importantes de Sevilla, y piensas, eh, ¿cómo?
Háblanos de tus raíces musicales. ¿Hay precedentes en tu familia?
Yo empecé estudiando guitarra clásica en el conservatorio, primero en Sanlúcar, luego en Cádiz y finalmente en Jerez, pero lo dejé con diecinueve años, antes de terminar el grado medio. Con diez años me había puesto a estudiar el clarinete y percusión sinfónica en la banda de mi pueblo. Siempre he sentido una predisposición ante la música, todo tipo de música, pero especialmente la música clásica, la ópera, la zarzuela… Y, naturalmente, el flamenco. Desde pequeño he visto a mi hermana, Raquel Villegas, que es bailaora. Raquel se tiró unos años en Madrid, actuando en Casa Patas, el Corral de la Morería, etc. y se volvió a Sanlúcar muy joven para regentar su propio tablao, al que todavía dedica gran parte de su vida. En ese tablao he crecido yo.
Y ahí fueron tus inicios, tu aprendizaje…
Tenía quince años cuando empecé a trabajar en el tablao de mi hermana. Como yo tocaba el clarinete en la banda de música, pues empecé a tocarlo en el tablao. Después, me compré una flauta, luego vino el saxo, y luego la armónica. Y, claro, mi hermana quería que yo sonase flamenco y yo no sabía qué hacer, porque no sabía cuál era mi papel. ¿En qué debía fijarme? En el baile, desde luego que no. ¿En la guitarra? Suponiendo que pudiera aprenderme alguna falseta, yo desconocía completamente los compases. Sólo podía fijarme en el cante.
Así que me aprendía algunas letras y las hacía a mi forma. Yo siempre había sido aficionado al cante, aunque por entonces era demasiado vago para estudiar por internet, y todo eso. Asumí que no había otra posibilidad de aprendizaje que el ensayo diario. Empecé con alegrías, tangos, bulerías por soleá… Buscarme la forma de pellizcarme, de llorarme con mi cante, pero sonaba “mu payo”, una melodía muy limpia y correcta, pero sin expresión ninguna. No sonaba a flamenco, sonaba a clásico, que era lo que yo siempre había escuchado. El fraseo era muy laíno, muy bonito, pero no contaba nada. Muy ornamental, pero no tenía la pegada ni la fuerza del jazz ni, por supuesto, el quejío del flamenco.
¿Y en qué momento abandonas el clasicismo y apuestas por sonar flamenco?
Seguí aprendiendo letras y, poquito a poco, fui aprendiendo los ritmos. Un cantaor de Sanlúcar, el Gori, que era el más habitual en el tablao, me enseñó muchísimo. Yo me di cuenta que entre letra y letra había un tiempo muerto para mí, y decidí que tenía que aprender a tocar las palmas. Y entre mi hermana, y sobre todo él, me enseñaron. Y eso fue lo que me hizo interiorizar el flamenco, coger el soniquete. Mi aprendizaje ha sido muy parecido al de cualquier cantaor que se forma en un tablao para el cante de atrás.
Háblanos de tus referentes musicales, en quién te fijabas cuando empezaste.
Yo entonces no conocía la figura de mi dios, perdona, pero yo soy muy exagerado hablando, la persona que más amo en el mundo, don Jorge Pardo. Tengo la suerte de ser muy amigo de él. Una noche llegué de estar con los colegas y puse la tele, y había un grupo haciendo jazz flamenco, donde estaban él y Tino di Geraldo. Fue un fallo mío gordísimo no haberlo conocido antes. Pero Jorge era concertista, y hacía colaboraciones con cantaores flamencos, había tocado con Camarón, con Paco de Lucía, Remedios Amaya, Esperanza Fernández… Pero mi papel era distinto, yo tocaba para el baile. Me enamoré del jazz. Nos juntábamos algunos amigos, entre los que había un pianista, un percusionista, un batería, y mi hermana nos dejaba su tablao por las mañanas, cuando estaba cerrado. Allí tocábamos temas de Pedro Iturralde, de Chick Corea, de Jorge Pardo… de Paco no, porque se nos iba de las manos. Teníamos dieciséis años.
¿Cuál ha sido tu trayectoria de músico profesional?
Pues con veinte años se me cruzaron los cables, yo estaba todo rebelde y tocaba música con los amigos, tipo jazz fusión, flamenco jazz, tocaba con todo el mundo, me encantaba la música en general, y dejé los estudios. Me acuerdo que estaba en los palcos, en las carreras de caballos de Sanlúcar, y un colega, que sabía que yo tocaba flamenco, me dijo, quillo, por qué no te vienes a Madrid. Mi hermana había estado allí muchos años y conocía a mucha gente. Eso era a mediados de agosto, y el dos de septiembre estaba yo ya en Madrid, en casa de una amiga de mi hermana, que trabajaba en Casa Patas. Y allí empecé yo.
¿Por qué cambiaste la guitarra por los instrumentos de viento?
Después de dejar el conservatorio, la guitarra estaba ahí, pero seguí con el viento porque era lo que me gustaba, la guitarra era muy sacrificada y no tan placentera. Yo la utilizo en casa para componer y como hobby. Yo tocaba flamenco en el tablao con el clarinete, pero profesionalmente nunca con guitarra. Me encanta la guitarra, y soy un guitarrista frustrado. Ahora ya no, porque estoy en otra etapa de mi vida, pero ha habido épocas que me pasaba las horas frente al ordenador escuchando flamenco, con el saxo allí guardado, la flauta allí guardada, la armónica allí guardada y la guitarra conmigo, porque es un instrumento armónico y te ayuda a comprender la música y a sacar cosas que te interesan para luego incorporarlas a lo mío. En Madrid compartí escenario con numerosos guitarristas, y al final es la guitarra la que más te enseña, porque tiene melodía, armonía, ritmo…
¿Con cuál de los instrumentos que tocas habitualmente te sientes más identificado?
Con el saxo soprano, sin lugar a dudas.
Yo habría apostado por la armónica, fíjate tú.
La armónica es quizás el instrumento más limitado. Ahí mi ídolo es Toots Thielemans, un señor belga que, para mí, es el mejor armonicista del mundo. Aquí en España, uno de los mejores es don Antonio Serrano, con el que tengo una muy buena relación. La armónica cromática es un instrumento muy preciso, pero no tan expresivo como la armónica de blues. El mejor músico del mundo con la armónica cromática es Stevie Wonder, que se llora como nadie.
¿Prefieres el acompañamiento al cante o el papel de concertista?
A mí lo que más me gusta, como a cualquiera, es tocar mi propia música. En el acompañamiento al baile, la mayoría de las veces lo que haces es ornamentar a la guitarra o, como mucho, ornamentar a la guitarra a la vez que al baile. El papel de solista se parece al del cantaor de “adelante”, por ejemplo, en los tarantos que hago con Ángel Muñoz, yo “canto” literalmente las letras.
¿Con qué artista te sientes más a gusto en el escenario?
En el terreno profesional he trabajado con muchas bailaoras que me gustan mucho, como Asunción Demartos, María Juncal, Belén López. Tengo especial predilección por Remedios Amaya, con la que trabajo muy a gusto porque ella lo que quiere es que yo le toque letras. Pero por encima de todas, con mi hermana. A mí, en el baile, me gusta que el hombre sea muy masculino y la mujer muy femenina. Prefiero el baile de cuerpo entero, como el de mi hermana, que me pone los vellos de punta, al alarde técnico de pies en una mujer.
Diego, ¿queda lugar para la innovación en el flamenco?
Yo no me considero un innovador, la innovación no está en los instrumentos que se incorporen al flamenco, si fuera por eso te comprarías una gaita. Te voy a decir una cosa, que no quería decir, porque está feo que yo lo diga, pero como insistes en que me moje… A mí lo que me gusta es el cante racial, en el momento que hay “instrumentitos”, me molesta. A mí lo que me gusta es la música de raíz. Me llena de orgullo cuando, al finalizar una actuación, los puristas se me acercan y me dicen “a mí eso de los pitos no me gusta, pero tú me has gustao”.
Háblanos de Bajo de Guía, tu próximo trabajo.
Bajo de Guía es mi primera obra, un disco autobiográfico y de producción propia que llevo tiempo queriendo sacar al mercado, pero que, por unas cosas o por otras, siempre tengo que posponer. Está completamente dedicado a Sanlúcar de Barrameda, mi ciudad. Sus gentes, sus barrios, su historia, mi familia. Es un disco instrumental de flamenco, con todas mis influencias, donde yo llevo la voz cantante. En cuanto vuelva de América, eso va “palante”.
Háblanos de tus proyectos a corto plazo
Acabamos de volver de Méjico, hemos estado con María Juncal en el Teatro Bellas Artes, con la función El Diario de Ana Frank. No es un espectáculo puramente flamenco, es flamenco fusionado con la música klezmer judía. Yo toco el clarinete. Para mí ha sido un trabajo de investigación muy bonito, porque no conocía esta música. Las músicas de raíz se parecen mucho en el fondo, porque el llanto, el quejío siempre está presente.
Y ahora voy con Carolina Pozuelo a Cuba, a Camagüey, para representar la función De La Habana vengo, a La Habana voy. Se trata de un proyecto muy bonito con el ballet folklórico, en el que ella monta la coreografía y yo la música. Un recorrido por el proceso evolutivo de la guajira flamenca, desde sus orígenes africanos, pasando por el Punto Cubano hasta llegar por fin a España.
Tus metas profesionales ¿Cómo te ves dentro de veinte años?
Yo aspiro a vivir de mi música, a mí me encanta la vida, he sacrificado mucho por dejar a mi familia, a mi madre, para irme a Madrid. Allí lo pasé fatal, aunque entonces no me daba cuenta. Me encanta estar con mi pareja, darme un viaje, salir con mis amigos, y no quiero sacrificar mucho más. Dentro de veinte años no me veo, o me veo igual, con ganas de dar mis conciertos. Lo que tenga que pasar que pase. Yo verme, no me veo. Aunque creo que tengo más posibilidades que otros músicos, porque no somos muchos los que tocan en el flamenco estos instrumentos.
Vamos terminando, Diego, dime tres palos para tocarlos.
La soleá. Las cantiñas en general. Y la seguiriya.
¿Con quién te gustaría compartir escenario?
Me hubiera gustado compartir escenario con Enrique Morente, me transmitía cosas muy especiales ese hombre y, por supuesto, Paco de Lucía. Mi paisana, la gran Encarnación La Sayago, me quería muchísimo e iba a grabar en mi disco, pero lamentablemente no ha podido ser. Le decía a mi madre, a este niño aliméntalo bien, que va a ser el artista más flamenco de Sanlúcar, eso no lo digas, que queda muy feo. Y tengo debilidad por Remedios Amaya, tan gitana, que me dice: a mí esas cosas de los pitos no me gustan, pero es que tú eres muy flamenco tocando.
¿Quieres dejar algún mensaje para la revista La Flamenca?
Agradeceros muchísimo, me ha hecho un montón de ilusión, llamé a mi madre, mamá, a que no te puedes creer lo que me ha “pasao”.
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