Homenaje a Raphael en esta quincuagésimo Potaje.
Revista La Flamenca. 2/7/2006
1957. En torno a la Hermandad de los Gitanos de Utrera nace el primer festival de verano y con él, una nueva etapa del devenir jondo. El homenaje a un personaje relacionado con la ciudad y el flamenco era el eje sobre el que giraba el evento, buscado el enaltecimiento del género. Esta era la idea inicial, y así se vino desarrollando durante décadas, con momentos estelares que hacían pensar que este acto social sería eterno (años 60 y 70), y otros que presagiaban su desaparición ante los resultados negativos de los últimos años. Pero en 2004 a alguien se le ocurrió homenajear a Alejandro Sanz, que nada tiene que ver con el flamenco, pero que metió a 3000 personas en los Salesianos. En 2005 se contó con la flamenquísima Lolita, que reunió a 1500, las mismas que el flamenquísimo Raphael...
Esta estrategia consiguió paliar lo que de deficitario tenía el Potaje, pero se nos revuelven las tripas acordándonos de tantos flamencos de Utrera. Mas con la economía saneada, es el apartado artístico es el que precisa una reestructuración urgente por mor de la insustancialidad de los artistas actuales, y de unas programaciones faltas de imaginación y previsiblemente monótonas. Como la de esta edición.
Entrar a valorar lo que hizo el elenco de este quincuagésimo Potaje está de más, puesto que estas bodas de oro estaban condenadas al fracaso de antemano. Si acaso, habría que destacar a un Rafael de Utrera cargado de responsabilidad, y rodeado de un buen atrás que le permitió el lucimiento por tonás y bulerías. O a La Macanita, a pesar de hacer lo de siempre por tientos tangos, soleá y bulerías.
La primera parte la cerró El Cigala, marisco de piscifactoría que debiera de aprender los cantes de una vez, si quiera para fundamentar su elevado caché. Se presentó con la guitarra de Diego del Morao, que pronto acaparó nuestra atención ante el tedio que provocó el madrileño. Comenzó por soleares, llevadas a ese terreno tan pantanoso en el que se mueve su cante, mera sombra de lo que estos estilos han sido en las voces utreranas. De ahí pasó a los tanguitos, a la simplicidad habitual de su cante por Huelva y a las bulerías flamenkitas.
Tras el descanso Antonio Murciano rindió homenaje a Raphael. Y tras las medallas, Manuel Peña dio paso a Manuel de Angustias que ocupó el escenario durante cuarenta interminables minutos de cuplés. Por lo menos, sacó al homenajeado a que justificara su galardón con una esperpéntica pataíta por bulerías... Cuando Juana Amaya subió a escena con su maravilloso atrás, el Potaje estaba tocado y hundido. Por lo que a pesar de emplease a fondo por soleá, la de Morón no llegó al auditorio, mermado en ocupación por el aburrimiento y el frío. Y tras Juana venía Diego Carrasco, cuya actuación decidimos perdernos por prescripción facultativa. Así abandonamos el Colegio Salesiano, con la duda de saber lo que pensaría Antoñin Vargas si pudiera ver en que han convertido este momumento al Cante Grande que se inventó hace ya cincuenta años.