
Comenzó el ciclo con uno de los espectáculos producidos por la Agencia de Flamenco. Otra Generación, pese a triunfar en las Américas, dejó en Sevilla un agrio sabor de boca. Dirigido por José Miguel Évora, y con el hilo teatral de toda la vida, se nos quiso hacer creer que había algo de novedoso en La Danza de las Descalzas. Padecimos, en el caso de Guillermo Cano, los graves problemas de afinación que éste tiene a la entrada y salida de los cantes. También los tiene, como La Tremendita, de personalidad artística. ¿Por qué imitar a Arcángel o a la hija de Morente, si estos también están empezando?. Por encima de todo, me llamaron tristemente la atención la Granaína y Media Granaína interpretadas por La Tremendita, en las que estuvo más cerca de Diana Navarro que de Don Antonio Chacón. Sobresalientes, eso sí, las intervenciones de Ochando, Patino y de una Adela Campallo que fue la que más verdad flamenca puso en el escenario.
El Eterno Retorno (segundo espectáculo de la Agencia) pasa por ser lo más sobresaliente de lo visto hasta ahora. Con la dirección de Juan Carlos Romero en la música, Rocío Molina en el baile, y la colaboración de Pasión Vega (lo más aburrido de la noche), asistimos a un espectáculo en el que la bailaora malagueña, demuestra que es uno de los valores en alza del futuro. Y del presente. Así lo demostró, con una técnica increíble y una fuerza tan arrolladora, que conectó con los presentes nada más aparecer en escena. Especial mención merece Manolo Monteagudo, maravilloso actor y mejor orador, nexo de unión entre el baile y el elemento teatral. Por cierto, ya sabemos de donde bebe el Poeta de Archidona. Otro elemento, siempre rayando en lo más alto, es el cante de Juan José Amador, convertido en todo un seguro de vida en el atrás. Además fue quien más sufrió la torpeza del técnico de sonido. Pero ya les digo, Rocío Molina nos embobicó. ¡Que manera de moverse!.
De dos días disfrutó Mario Maya para su Dialogo del Amargo (2001), otro de los espectáculos que, tras su remodelación, dejó buen sabor de boca. La obra consta de dos partes bien diferenciadas. Lorca y el Mundo del Flamenco, donde los fandangos del Albaycín, la Baladilla de los Tres Ríos, Oliva y Naranja (de Madariaga y Hernández), Adán y Cinco Toreros (de Lencero), conforman un paisaje folclórico bellísimo, gracias a una luminotecnia y un vestuario enriquecedores. El Paso de la Seguirilla, donde de se baila canto gregoriano, pone fin a la primera parte. Tras un descanso que nos hace perder la concentración, comienza El Dialogo del Amargo, una alegoría a la vida y a la muerte, donde Juan Andrés Maya y Diego Llori brillan con luz propia. Impresiona el papelón del segundo en el combate, con música de Stravinsky. Llori es la sombra que persigue a Juan Andrés Maya: el 25 de junio, la cuenta atrás, caña, navaja en mano y adiós al Amargo. El final, otra bella estampa folclórica, pone fin a un verdadero espectáculo teatral, donde todo está justificado: nada es gratuito.
Había pocas expectativas para escuchar Con Solera, la última propuesta de Víctor Monge. Con la entrada más pobre registrada hasta ahora y con un Serranito que derrochó ganas, pero que se encontró con la clara realidad de su constatada falta de facultades, pasamos una hora y media larga de inacabable sufrimiento. No está el maestro madrileño para estos trotes. Además le acompaña un grupo de denostada pobreza flamenca. Abrió con la taranta Cazorla, donde evidenció que iba a pasarlas canutas. Hasta que vio que era imposible y comenzó a darle protagonismo a sus músicos. Pero sólo el piano de Moisés Sánchez podía con el conflicto, puesto que Laura Vital (a la que tampoco se le puede pedir mucho), vino a empeorar la cosa con sus formas tonadillescas de abordar los cantes dolorosos. Algunos temíamos que en cualquier momento Serranito se levantaría de la silla y desaparecería del escenario por su propio pie, dando por concluida la velada. No fue así. Aguantó estoico hasta el final, incluidos los 27 minutos del collage La Danza de las Tres Lunas.
Diago Amador era el encargado de poner punto y final al año flamenco del Central. Aforo completo para ver su Ensayo nº 7, última producción de la Agencia y segundo fiasco. Nuestra admiración por Diego Amador es tan inmensa que no podemos permitir que el artista de Las Tres Mil cometa la torpeza de presentarse así. ¿A que viene el montaje escénico?. Al final han sido los temas de siempre, junto al baile de una Belén Maya, a cuyas formas contemporáneas nos rendimos, pero en otros ciclos y escenarios. Había una notable falta de conexión entre los elementos en escena, y de estos con el público. El flamenco brilló por su ausencia y Diego me aburrió soberanamente. Evidenció, en las bulerías, que todavía le falta pericia para cantar y tocar a la vez. Además se tiró de cabeza al pozo de la improvisación en dos temas punteros Soleá del Churri y Seguirilla de pildorilla, donde su interés por la emancipación de la disonancia le jugó una mala pasada. No se abrió en canal a las formas de Schönberg, Webern o Berg, como en Piano Jondo, sino que se limitó a aporrear las teclas en unos pasajes interminables y sin sentido.
En conclusión, sólo dos espectáculos interesantes. Finalmente, hay dos cuestiones que quiero abordar. Primero el sonido. No sólo hablamos de mala sonorización, sino del dudoso concepto de mezcla que tienen los técnicos. Las guitarras no pueden estar por encima de la voz. Denle a cada instrumento su plano. Si no saben, cedan el sitio a otro. Segundo: la habilidad que tienen los escenográfos para embaucar a los artistas y hacerlos entrar por el aro de sus montajes insípidos. Cuando al flamenco actual, le sobran montajes, y le falta eso: FLAMENCO.