
Loquillo dijo de Elvis Presley que “es el principio y el fin de todo lo que significa rock’n’roll”. Algo parecido se podría decir de Paco de Lucía, el alfa y omega de la guitarra flamenca. Epígono de Niño Ricardo en sus comienzos, Sabicas le impulsó a perfilar su personalidad como guitarrista. Luego, vendría la irrepetible conjunción planetaria que le unió a Camarón y su posterior consolidación como uno de los más grandes (por no decir el más grande) en el toque que ha parido el flamenco.
Por todo ello, cuando uno presencia un recital suyo, tiene la certeza de que está asistiendo a un espectáculo memorable e irrepetible. Sesenta y tres primaveras lo contemplan, pero, como los viejos rockeros o bluesmen, está en plena forma y así pudo constatarlo el público que abarrotó, el pasado 2 de julio, el fuengiroleño castillo Sohail, histórico escenario pintiparado para albergar espectáculos de estas características (XV Festival Ciudad de Fuengirola) del que el genio de Algeciras tomó posesión en cuanto rasgueó su guitarra.
Si bien, al principio, apareció solo sobre el escenario para interpretar la rondeña ‘Camarón’, no tardaría en verse acompañado, paulatinamente, por Duquende y David de Jacoba, al cante; Antonio Serrano, a la armónica y teclados; El Piraña, al cajón (instrumento de origen peruano que, no se olvide, Paco de Lucía introdujo en el flamenco); su sobrino, el prometedor Antonio Sánchez (que ha ocupado la vacante de Niño Josele), como segundo guitarrista; y Farruco, al baile. Éste emocionó al respetable con la pureza y jondura de su baile en las ocasiones en que hizo su aparición sobre las tablas.
¿Qué decir del ‘Maestro? Investido recientemente Doctor Honoris Causa en la Universidad de Berkeley (uniéndose así a un selecto grupo de músicos, como Sting, David Bowie o Aretha Franklin) y primer flamenco que obtuvo el Príncipe de Asturias, lo que en otro sonaría vacuo, en él no pierde sustancia, pues, no en vano, estamos ante un creador con mayúsculas, el gran renovador de la guitarra flamenca y referente indiscutible entre sus colegas de profesión: el ‘padrenuestro’ de Tomatito y el ‘dios’ de Vicente Amigo.
Ya con el grupo, abordó la bella bulería por soleá (‘Antonia’) que le dedicó a su hija y transitó por los aires gaditanos de ‘La Barrosa (alegrías). Prosiguió, sin solución de continuidad, por bulerías, con infinidad de falsetas (entre ellas, la de ‘Volar’) que hicieron las delicias de los asistentes. Todo en él suena a nuevo, pero flamenquísimo siempre. Si bien el espectáculo giraba –como es lógico- en torno a su figura, cedía el protagonismo ora a Antonio Serrano (con su armónica, que, pese a un origen tan alejado del flamenco, no desentonaba, sino todo lo contrario, y sus teclados) ora a Alain Pérez, que aportaba toques jazzisticos con su bajo. También concedió un espacio preeminente al cante (a cargo de los citados Duquende y David de Jacoba) y al baile de Farruco.
Duquende y Jacoba aportan la experiencia y la frescura, respectivamente. Uno, el cantaor catalán que descubrió Camarón, puso su quejío profundo y su sapiencia al servicio del ‘Maestro’; en tanto que el otro, con un timbre gitano más acentuado, dejó algunas pinceladas de su arte.
Ya en la despedida presentó a la banda que le acompaña y agradeció la presencia de Farruquito (que quiso arropar a su hermano Farruco) y de Chiquito de la Calzada (“mi amigo Chiquito”). Después de todo lo vivido, hasta el cielo vertió unas lagrimillas de emoción. Pero, faltaba la guinda. Tras dos horas de concierto (con un descanso que divide en dos la actuación), le regaló al público una remozada ‘Entre dos aguas’ (rumba), irreconocible en sus primeros compases hasta que sonó su inconfundible melodía. El algecireño más universal volvía cuatro años después a la fortaleza fuengiroleña y, de nuevo, salía por la puerta grande.
Texto: Francisco Reina