Revista La Flamenca: Revista nº 4 /año 2004 Mayo Junio
Mucho más que un adiós
Cuando se produce el fallecimiento de una de las grandes de la historia del género jondo, y tras asumir el inevitable dolor por su irreversible marcha, se impone el tiempo para el repaso, la reflexión y el análisis. Tal vez, sea demasiado pronto para ello porque sólo el tiempo, juez de todas las cosas, se encarga de ponderar la figura de un artista. No obstante, y pese a que la tristeza encala aún las fachadas y los patios de vecinos, estamos en la obligación de advertir sosegadamente el acontecer de un significativo hecho dentro del flamenco contemporáneo. Porque, no sólo se ha marchado La Paquera de Jerez, tan única por irrepetible, con ella se ha ido uno de los pilares fundamentales de lo que se ha venido en denominar la “escuela natural” del cante. Aquella cuyos principales valores residen en una actitud frente a la vida, un ser y estar que tiene al cante como cauce expresivo y al compás como valor supremo ante los avatares diarios.
Francisca Méndez Garrido (Jerez, 1934 – 2004) se fue tal como vino al mundo un día de primavera en la luminosa calle Cerro Fuerte de la ciudad del vino fino. Espontánea, vital, intuitiva, visceral y artista fue un auténtico volcán allá por donde pasaba, tanto que “ponía firmes a sus compañeros de reparto y temblaban las gatunas imitadoras del camaronismo”, en palabras de nuestro compañero José María Velázquez Gaztelu durante una editorial de su programa. Porque La Paquera era natural, legítima y portadora de ese milagro de lo jondo capaz de acunar en una salía todo el dolor, la rabia, la alegría y el júbilo a un mismo par. Luego, ese poder de transmitir cabales emociones ante el purista y el moderno, el iniciado y el principiante, la masa o la reunión que únicamente logran las señaladas por el destino.
Para dar respuestas a este fenómeno habría que acudir a la fuente primaria. Familia, barrio y ciudad se configuran como elementos esenciales para el nacimiento de un eslabón tan significativo como es el caso de nuestra llorada artista. Por un lado, su pertenencia a la que ella misma bautizaba como la casta de los Méndez en referencia a su larga parentela gitana y pescaera de la Plazuela jerezana. De ella recibió el legado, como un secreto de siglos que pronto afloró en su prodigiosa garganta.
Nacencia Jonda
Me la trae un buen aficionado de Jerez, Pepe Zarzuela. Se trata de una foto en blanco y negro en el antiguo matadero de la ciudad, enclave gitano por excelencia que servirá de reclamo a muchas familias cantaoras para formar la Barriada de la Asunción. Se comprueba un corro de personas en actitud festiva y en el centro una pequeña con apenas los diez años sobrepasados. Es ella asumiendo a tan corta edad el papel de sacerdotisa del rito cantaor. Todos miran con asombro y estupor porque ya entonces subyugaba el grito al sometimiento de un compás inverosímil.
Justo en las blancas calles donde ve sus primeras luces, años antes habían compartido paisanaje chico nombres tan significativos, trascendentales acaso, como Don Antonio Chacón, Manuel Torre o Lola Flores. A su par, se encuentra en su propia casa con su padre El Rubio, su tío El Pili y toda la pléyade de unos Méndez, honrados y cabales, herederos de un son especial y una fuerza arrolladora. Era el tiempo de una Plazuela regada de tabancos y fraguas, donde la miseria era paliada con el cante, como alimento espiritual junto al vino de la tierra. Y en esos geoespacios flamencos, van a concentrarse intérpretes como los Carpios, los Agujetas con El Viejo, su primo Domingo Rubichi (del que tomará mucho de su repertorio bulaero), los también parientes “Los Chalaos”, los Carpios… Contados miembros de contadas familias gitanas que conforman el pueblo cantaor y que fueron adosando sus veraces y dramáticas quejas en el alma de la pequeña. Cuando salió a cantar por vez primera en aquel matadero, la voz era de niña, el compás de décadas, el sonío de siglos.
Cantaora de los Méndez, cantaora de cartel
Extraño era que a una adolescente por aquellas calendas le dejaran dedicarse al artisteo. Pero Francisca lo llevaba tan pegado como las escamas de las acedías iban en el delantal de sus hermanos y, apenas con 16 años, agranda el círculo de la expectación al grabar sus primeros discos, los cuales empezaron a sonar en las antiguas radios como himnos a cada hora. Y de ahí a recorrer kilómetros desde que debutara en El Corral de la Morería de Madrid, en 1957: España se puso a cantar por bulerías, el Arte español se emborrachó con las Alegrías de Andalucía porque Así se canta en Jerez, ni Carrusel de ni Ronda de Canciones impidieron destemplar a vivos y muertos con su Bronce y Solera y su Embrujo y Tronío, hasta que allá por finales de los 60, vuelve a los tablaos y a encabezar los principales festivales.
Con letras de su paisano Antonio Gallardo Molina, es una época plagada de éxitos como los tientos Maldigo tus ojos verdes y otras composiciones siguiendo la estética caracolera sin entrar jamás en números demasiado alejados de aquellas raíces de su infancia. Tanto es así, que en 1964 es nominada Popular por el Diario Pueblo y sus discos con las guitarras de Juanito Serrano, los hermanos Manuel y Juan Morao, Manolo Sanlúcar… y el que sería su inseparable “Parrillita de Jerez” se convierten en números uno. Extenso legado en vinilo que pone en más de un aprieto a aquellos que limitan su reinado a las bulerías.
Un remate con ayes de siguiriya
Cuando Francisca vuelve de Madrid y se instala entre Jerez y Rota, allá por los 70, es rápidamente aclamada como indiscutible cabeza de cartel. Junto a artistas de la talla de Fernanda, Bernarda o María Vargas avasalla por toda la geografía andaluza. Bienales de Sevilla, Potajes de Utrera, Gazpachos de Morón, Fiestas de la Bulerías, Arranques Roteños, Minas en la Unión y Teatros como el Villamarta de su ciudad natal son barridos literalmente por ese huracán llamado Paquera de Jerez. Las claves: ese temperamento vital, ese poder de transmisión, su compás y una fuerza expresiva que le hacía cantar casi con 70 años al siete por medio. Pecan de lesa flamenquería quienes basaban su poder mediático tan sólo en las facultades, ya que sus tercios de siguiriyas, soleás, tientos, bulerías para escuchar o fandangos eran moldeados y modulados por una voz de fuego arrojada y recogida en su justo momento. Un auténtico prodigio que se colaba cual vendaval domado, irresistible, feroz y dulce a un tiempo.
En aquella habitación de la clínica ASISA, que escuchó su último lamento al ver a su Cristo de la Expiración por la tele, se nos fue algo grande. No sólo por lo que en su esencia era, sino también por cuanto representaba, uno de los últimos eslabones en la sucesión natural de lo verídicamente jondo. Posiblemente, Dios no lo permita, una de las últimas páginas del cante verdadero con mayúsculas, el trabado como piedra de canto en el alma misma de un pueblo debido a unas circunstancias temporales y geográficas que ya gotea como el vino del recuerdo cayendo por la piquera. Aquel que hizo a soñar a todos en aquel matadero siendo niña y el que la hizo emperadora con tan sólo alzar su voz y darse dos golpes en el pecho. Su adiós, me temo, es mucho más que una simple despedida.