En días claros, noches vacía
Málaga, históricamente centrada en los deseos y urgencias por hacer un retrato -que no autorretrato- del presente, ha vuelto, cuarenta años después, a centrar el interés del mundo del flamenco. Y lo ha hecho desde una programación que no miraba atrás, sino reinterpretando la cultura flamenca desde su propio entorno y estableciendo relaciones entre todas las facetas del conjunto.
En los previos se pretendió establecer un debate entre la Bienal de Sevilla -tan desprestigiada por un director que erigió un monumento al despropósito-, y la muestra malagueña, que ni quiere ni puede competir -por razones de presupuesto, obviamente-, con la primera. No había, pues, batalla entre la barbarie de un modelo agotado y la civilización de las ideas, sino entre la falta de erudición y la naturaleza del proyecto.
‘Málaga en Flamenco', era, de entrada, el cuarto vértice que faltaba para perfilar el rectángulo de las urgencias que siempre asumió tras contemplar el panorama de la Andalucía flamenca. Primero, en 1958, fundó la Peña Juan Breva, cuyos estatutos sirvieron a las que sobrevinieron después. Luego, en 1963, creó las Semana de Estudios Flamencos, tan fructíferas, y más tarde, en 1969, puso la primera para el edificio que hoy es el Congreso Internacional de Arte Flamenco.
Desde mediados del siglo pasado, y a iniciativa de una media docena de entendidos muy cualificados, el lema que figuró en su estandarte fue, pues, intentar poner orden entre el caos existente y que lo autóctono venciera a lo exótico, a lo que ahora hay que añadir una finalidad incuestionable: "poner en valor el flamenco como elemento cultural de primer orden y como elemento dinamizador del turismo".
Las dos frases, así, sin más, quedaban bien para un titular de prensa, pero si la segunda devora a la primera -decíamos entonces- pueden entrar en colisión y, a la postre, Málaga sólo se quedaría con el envoltorio de un proyecto que, de no velar por la moral del arte y sí homologar aquellas corrientes que interesan al mercantilismo, daría carta de legitimidad a la sinrazón.
La presentación, cuando menos, sembró no pocas dudas y olía a improvisación que apestaba. Dar a conocer la programación a dos meses vista de su inicio, fue, mismamente, un inadmisible error de cálculo de cara al turismo, sobre todo si se esperaba la llegada de programadores para que los espectáculos propios y de nueva creación -no confundir con un mero carrusel de conciertos y recitales-, giraran por otros territorios, y si tuvieron en cuenta que la muestra, bien organizada, podría generar riqueza tres veces por encima de su presupuesto.
Otra cuestión era la presunción de la calidad artística, imposible de presagiar por falta de tiempo real para la elaboración, ensayos y puesta a punto de los montajes, a no ser que todo quedara reducido a los decimonónicos modelos de los festivales de la canícula, certámenes interminables que, como constata la propia historia de Málaga desde 1971, estrangulan los ideales del acto creador, virtudes que sí vimos, en cambio, en las consabidas propuestas que ya conocieron su estreno en otros lugares.
Hubo, igualmente, actividades paralelas, como ciclos de conferencias -pocas nuevas y el resto harto repetitivas- y una apuesta firme para que la juventud malagueña tenga su espacio en las peñas flamencas, y aunque echamos en falta inexplicables ausencias de auténticos creadores, todo indicaba a que esta primera edición quedaría en la historia por acoger en su seno la entrega de la V Llave de Oro del Cante a Fosforito, maestro al que, por señalar un antes y un después en la historia de este galardón, nunca debieron mezclar en el mismo escenario con Niña Pastori.
Con todo, ‘Málaga en Flamenco' quiso interpretar, sobre todo, su realidad, y para ello puso de manifiesto que iba a encarnar los gestos de total rebeldía que tanto el flamenco de saldo como el vanguardismo regresivo ponen en el límite mismo de su negación, y que iba a absorber, por el contrario, la tradición con poderosa imaginación y procesarla hasta convertirla en algo original y distinta.
No habíamos traspasado el primer mes de ‘Málaga en Flamenco' y, si bien nos resistíamos a convivir con los inadmisibles problemas de falta de espacio y equitación técnica, los olvidos imperdonables, la imprevisión insostenible con ausencia de promotores y la adaptación a una mayor coherencia de la pobre realidad artística del territorio, en el que no hay más cera que la que arde, justo es valorar lo positivo de sus aportes.
Desde la óptica de quien ha analizado, con total independencia, las trece bienales de Sevilla, hay que proclamar que Málaga -a años luz en cuanto a infraestructuras-, no sólo ha implicado a todos colectivos de la ciudad, sino que ha abierto una puerta por donde los eslabones que conforman la cadena de la tradición y los jóvenes valores, están entrando sin pérdida de sus intereses y del tiempo para recoger el premio de sus propuestas.
El evento se ha convertido en el acontecimiento más importante de la historia flamenca de Málaga, tanto por acoger la entrega de la Llave a Fosforito y el número de artistas que agrupa, cuanto por atender, en sentido estricto, al concepto ético y estético que su título abarca, con independencia del resultado artístico.
Es por ello que entonces decíamos: "la falta de entendimiento político tiene que dar respuesta, a partir de ahora, al incontestable respaldo social, a la respuesta de una ciudadanía (sombreros al aire para los malagueños), que habita en el secreto del origen del flamenco y que le está diciendo a los garantes públicos que cuando se programa sin romper el concepto más ancestral de este arte, lo jondo se puede tutear con cualquier género".
Hubo, por demás, una reflexión que planteábamos: "El malagueño está sintiendo la bienal como suya, y eso es un ventajoso capital para el futuro inmediato que nadie puede dilapidar. Sevilla hubo de aguardar diez ediciones para que el público respondiera a la llamada de la bienal. Málaga, en cambio, en lugar de empecinarse en aprehender influjos ajenos para engordar la cartera de los de siempre, como hizo la Sevilla de Ortiz Nuevo, ha rechazado el caché de los mercenarios aunando tradición con innovación, de lo que se infiere que no hay que alcanzar las exigencias de otros géneros, sino saber utilizar y reinventar los datos propios frente a los de los demás".
A esto se le llama penetrar en el misterio de Andalucía y abordar la realidad. Todo hacía indicar, por tanto, que el tema central de ‘Málaga en Flamenco' no sería la conciliación presupuestaria ni los experimentos y bufonadas de muchas de las ediciones de Sevilla, que fueron creciendo en disparates a medida que dotaban de indiscutible superioridad a quienes por naturaleza transgredían la propia esencia del arte.
Nuestras palmas a compás, pues, a quienes, con infraestructuras decimonónicas pero con el apoyo ineludible de la Consejería de Cultura, no sólo estaban en la dirección de lograr que la afirmación de lo andaluz encontrara su propia significación y su confirmación, sino que estaban en vías de dar una lección de universalidad para lanzarla al mundo, a ese mundo que tiene una idea baladí de nuestra conciencia flamenca que desemboca en la nada.
A medida que se apuraban los días, los méritos y deméritos de ‘Málaga en Flamenco’ eran suficientemente conocidos. Íbamos a coronar dos meses anclados en una iniciativa plausible pero sin demasiadas ideas sobre los problemas planteados.
Con la mirada limpia y ajena al autobombo, el evento no ha dejado constancia de su paso en publicación alguna y tampoco ha atraído a los observadores que habitualmente analizan el hecho escénico de su hermana mayor, la de Sevilla, con lo que habrá que desoír los floreos de los palmeros que todo lo digieren y enmendar sus muchos errores si no quiere correr el riesgo de falsear históricamente las perspectivas.
Las fallas residen en la programación, que, improvisada desde su primer avance, ha resultado disparatada, vanidosa, débil, fingida e intolerable por momentos, tanto en contenidos como en itinerario y temporalización, con ese oropel que deslumbra a los menos cuerdos pero con estrenos imposibles en lugares inapropiados, con ausencias injustificables, con presencias fugaces y con espectáculos cuyos resultados no sólo eran predecibles, sino que, por tediosos, ilusorios y/o contraproducentes, provocaron la risa universal.
Se ha partido, mismamente, de una premisa falsa. La importancia de Málaga está en el rigor del pasado cantaor. El presente dista mucho de lo deleitable y, salvo excepciones, debilita el rango que se pretende transmitir. El evento ha pecado, por tanto, de egocentrismo, se ha enraizado en lo más íntimo del programador y, por ende, rara vez ha salvado el límite entre lo fingido y lo real, con lo que, desde el primer día, se ha confundido lo importante con lo frívolo y lo malo con lo bueno.
Así las cosas, se ha vendido un paisaje con más nubes tormentosas que tiempo hermoso, más luz de escena que de sol, de lo que se colige una falta de sistematización que pudiera obedecer a hondas motivaciones intencionales, a la ausencia de criterios en la selección o a la combinación de ambas causas.
Por el contrario, las instituciones locales y el público, al igual que la Agencia Andaluza para el Desarrollo del Flamenco, sí han sabido responder. Los primeros implicándose en la bienal y no cayendo en la desazón de un frívolo proyecto que, entre sus muchos olvidos, ni tan siquiera ha tenido un minuto de recuerdo para la Niña de la Puebla, y el segundo, aportando artistas -Hoyos, Maya, Coral o Rocío Molina-, y modelos de actuación -V Llave de Oro del Cante a Fosforito-, para que el desenlace no estuviera destinado al escarmiento popular.
Málaga es un destino por descubrir y merece la pena, pues, que el programador aprenda de los errores, que acepte nuevos planteamientos y que se imponga coordenadas críticas para situar a la edición de 2007 en el lugar que se merece. Hasta entonces, le recomendamos que lea a quien primero ofreció noticias sobre el flamenco en 1774, el gaditano José Cadalso, que, a través de Tediato, se adelantó años ha al corolario de esta bienal: “cuantos objetos veo en lo que llaman día, son a mi vista fantasmas, visiones y sombras”.
Texto: Manuel Martín Martín