El Diccionario Esencial de la Lengua Española define lo puro como: libre y exento de toda mezcla de otra cosa. Sin duda, el flamenco es el producto de una mezcla cultural y étnica y, aun así, el dichoso adjetivo cada vez se le adjudica más al cante. Para entender todo esto tenemos que remitirnos a la labor de Antonio Mairena quien, en un momento en el que las mayorías de las figuras famosas no eran gitanas, sintió la necesidad de reclamar la paternidad del cante para su etnia. Y para refrendar su teoría recurrió ni más ni menos que a Machado y Álvarez (Demófilo) al que llegó a atribuir la afirmación de que el cante puro era el gitano cuando, en realidad, lo que este investigador propugnaba con el dichoso adjetivo era el carácter genuino de sólo unos cuantos estilos muy concretos.1 Sin embargo, hay que reconocer que tanto Machado y Álvarez como Mairena coincidieron en alzar su voz en defensa del cante gitano y, aunque tenían una motivación diferente, ambos partieron de un aspecto que hasta ahora, de puro evidente, se ha tenido poco en cuenta: la condición ritual del flamenco.
De todos es sabido que en el proceso de comunicación del flamenco tanto el emisor que ejecuta el cante, como el receptor que asume el papel activo del coro, son absolutamente imprescindibles. De ahí la necesidad que expresan los cantaores/as de sentir al público cerca y entregado al silencio. Y de ahí también la necesidad de que ese público, en un momento concreto, sepa romper el silencio para dar un apoyo explícito, tanto de ánimo como de reconocimiento. Eso implica que dicho público, además de conocer el cante, debe saber discernir el momento justo en que debe intervenir. Pues bien, ese conocimiento se adquiere, de forma no consciente, gracia al rito.
Durante mucho tiempo el rito estuvo vinculado al ámbito de la religión. No obstante, también vive en las fiestas y celebraciones populares, así como en las unidades mínimas de interacción de nuestra vida cotidiana.2 Aquí el rito tiene una doble función, por un lado cohesiona al grupo y, por otro, le otorga un valor de trascendencia. Esto se explica porque las pautas de actuación que pone en marcha conllevan una fuerte carga emotiva y simbólica que le otorga un valor de trascendencia. En el caso del cante, este valor deviene directamente de su capacidad para encarnar sentimientos universales mediante una forma sublimada que nos descarga de sufrimiento y nos proporciona placer. Por eso Demófilo valoraba sobremanera aquellas primeras reuniones de gitanos trianeros, claramente vinculadas al ritual, y temía que el cante se perdiera fuera de su ámbito. Sin embargo, el rito se ha mantenido en el aprendizaje y la interacción del flamenco y ha permitido que éste conserve sus bases tradicionales dentro de un proceso de creación individual que choca continuamente con los límites de la tradición. Y es justo aquí donde hay que situar el concepto de la pureza, justo en ese límite donde la tradición se defiende de la creación, justo en esa frontera que permite al cante mantener el rito que, a su vez, posibilita la cohesión y el conocimiento del universo flamenco, un universo que, por desgracia, en pos de la pureza algunos se empeñan en reducir.
Lola Pantoja
1.- Ver: Machado y Alvarez: Colección de Cantes Flamencos.
Ediciones Demófilo, Madrid 1975.
2.- Ver: Goffman, Erving: La presentación de las persona en la vida cotidiana. H.M. Martinez de Murgía. Editores. Madrid 1987.