
En estas fechas de merecida reivindicación de la mujer en el flamenco quisiera alzar la voz para reclamar el espacio que a golpe de garganta, sin estrategia de marketing alguna, de la mano de un sólo representante en todo el país y con el pellizco del hambre de la posguerra aún vivo en el estómago, se ganaron los artistas de la segunda etapa dorada del flamenco. Una etapa marcada por la ideología mairenista y que supuso la mejora del estatus económico de los flamencos y la consagración artística de muchos de ellos.
Quizás pecamos algunos de nostálgicos enlutados al echar en falta aquellos carteles de los Festivales Flamencos de verano que con grandes letras mostraban a La Paquera, a Naranjito, a Beni de Cádiz, Rafael Cala El Poeta, La Fernanda y la Bernarda, Pedro Bacán, Menese, Camarón y a Chocolate, entre otros, como reclamo de un espectáculo intenso, emocionante y divertido. Sí, divertido. Entonces rezumaban, tanto en el escenario como entre bambalinas, la gracia y el ángel que hoy escasean en las tablas profesionalísimas de los noveles flamencos.
De esta generación ya casi olvidada apenas sobreviven algunas figuras a las que, partiendo quizá de un enorme orgullo localista, sus paisanos profesan un profundo amor y reconocimiento artístico. Y no es para menos, puesto que son sus artistas los que han paseado con honor el nombre de su tierra por todos los escenarios del mundo. Hoy nadie se olvida de Chano Lobato, ni de Juan Habichuela, gracias a Dios. Pero esta honra a lo nuestro, ese amor propio y la sincera estimación de los valores de nuestra tierra, en Sevilla -excepto en materia futbolística- roza la ingratitud y hasta la injusticia.
Así que permítanme que me acuerde de uno de los más jóvenes cantaores de la época dorada de los festivales y ponga mi granito de arena en el desagravio a la figura de José el de la Tomasa. No porque su árbol genealógico diga que es sobrino nieto de Manuel Torre, nieto de Pepe Torre e hijo de Tomasa y Pies Plomo, ni porque hiciera sus primeros pinitos con el grupo de Rock Flamenco más respetado de la historia de la música en España; no porque de entre sus numerosos galardones se encuentre el premio Manuel Torre por seguiriyas y tonás del Concurso Nacional de Arte Flamenco de Córdoba del 76; no porque su discografía sea excelente -y aún así la mayoría de las referencias permanezcan descatalogadas- y nos enseñe una nueva forma de concebir el cante añejo de los Torre a través de una inspiración capaz de conseguir las modulaciones más delicadas y emotivas; ni porque su inquietud artística le haya convertido en un gran letrista y compositor; tampoco porque actualmente sea el saetero más importante de la provincia; ni porque dedica horas a su labor didáctica, transmitiendo su jonda sabiduría y su intuición artística a nuevas generaciones de cantaores en la Fundación Cristina Heeren de Arte Flamenco; ni porque lleve treinta y cinco años pegando gritos por todos los festivales y escenarios posibles; no porque su carisma interpretativo y su brillante espontaneidad sean únicos, ni porque su gracia sea equiparable a la del Beni o a la del Cojo Peroche. Sino porque ni yo ni muchos aficionados al flamenco queremos que una figura de la talla de José el de la Tomasa siga pensando lo que una vez nos contó Antonio Burgos. Cuando El de La Tomasa, refiriéndose a los panderos, esos juguetes que antes los niños hacían con papel y caña para lanzarlos al aire, le dijo a Perejil en el entierro de Rocío Jurado: -Pepe, mira si será grande Rocío, que hasta hay dos helicópteros. Y cuando me entierren a mí, no va a haber ni dos panderos...- Óle, José.
Pepa Sánchez