Revista La Flamenca: Revista nº 2/año 2004 Enero Febrero
El pasado mes de abril de 2003, concretamente el día 12, a las 9:30 horas, nos dejaba para siempre el bailaor del Barrio sevillano de Su Eminencia, Francisco Javier Gómez González, conocido artísticamente como Javier Cruz, tomando el segundo apellido de su madre. La vida pone a veces pruebas difíciles de entender y, en esta ocasión, un derrame cerebral se llevó a Javier en plena juventud (36 años), cuando estaba en un momento inmejorable, cargado de proyectos e ilusiones.
Con alma inquieta y afición latente, Javier Cruz comenzó a bailar a los 11 años con unas botas que le regaló su abuelo y, desde entonces, comenzó una larga e intensa trayectoria como bailaor que le llevó a trabajar junto a los más grandes y en los lugares más señeros. En Sevilla, actuó regularmente en La Trocha, Los Gallos y El Patio Sevillano, y en Madrid fueron testigos de su arte las paredes del Corral de la Morería, el Café de Chinitas, y el Corral de la Pacheca. Estuvo, entre otras, en las Compañías de Mario Maya, en el Teatro Lírico Nacional de la Zarzuela o en el Ballet de la Opera de Nancy y recorrió las principales ciudades del mundo y los teatros más significativos.
Trabajó, entre otros muchos, con el guitarrista Paco Peña, estuvo dirigiendo la Academia de Baile de Manolo Marín y llegó a montar su propia escuela, labor ésta, la docencia, que le reportaba enormes satisfacciones.
Montó coreografías para artistas tan consagrados como Manuela Carrasco y abarcaba todos los palos, llegando a crear también nuevas formas con propuestas vanguardistas, utilizando, en muchas ocasiones, el bastón como elemento de apoyo.
Entre sus referentes estaban Manolete, Mario Maya, José Galván o Eva la Yerbabuena y, según nos cuenta José Manuel Tudela, guitarrista y cómplice, y con quien compartió escenarios por todo el mundo, actualmente estaban trabajando en varios proyectos y estaba en ciernes la creación de su propia Compañía.
Javier fue un gran aficionado al cante. En su espíritu inquieto, latía un afán de aprender que lo hacía perderse por Triana, buscando cantaores desconocidos que le pudieran aportar conceptos y formas de entender el cante, con los que después enriquecer sus espectáculos. Fue un artista completo (bailaor, coreógrafo, maestro...) y tenía un concepto integral del espectáculo, supervisando todos los detalles, desde las luces hasta los palmeros.
Hombre íntegro, amigo de sus amigos, quienes lo conocieron y trabajaron con él coinciden en reafirmar su talante artístico, su calidad humana y su carácter como creador y buscador incansable de esencias.
Hasta dónde pudo haber llegado... nadie lo sabrá jamás, pero su espíritu seguirá vivo en todos aquellos que tuvieron la suerte de compartir con él momentos inolvidables.
La vida es así: nos pone y nos quita sin avisar. En el Tablao de allí ya hay un artista más, compartiendo cartel con tantos y tantos.
Hasta siempre, maestro.