No recuerdo literalmente la frase, pero sí su sentido y quien la pronunció a finales de los años cincuenta, Antonio Mairena: ¡Bendita la hora en la que el flamenco tiene derecho a la crítica! Expresión rotunda, como casi todas las que él dejaba por las esquinas de una vida tan fértil.
Anteriormente, el flamenco, que ya había salido de la etapa más digna de los cafés y los teatros, sólo tenía su sitio y lugar en las ventas y colmaos, que tan maravillosamente define en "La Espuela" mi admirado Manuel Barrios, terreno del señorito bravucón y pendenciero, borracho y mujeriego, tan caprichoso a la hora de elegir a los artistas y los cantes que le apetecía en esa duermevela, como a la hora y la forma de pagar, sitios donde la humillación y desvergüenza de esta raela -disfrazada, pero no desaparecida todavía- se cebaban en unos hombres y mujeres que en no pocas ocasiones, cuando llegaba el alba, terminaban tirados en el mismo tabanco o en cualquier cortijo, con mucho vino y poco sólido en el cuerpo y, lo que es más triste, sin un duro en el bolsillo para alimentar a los suyos.
El flamenco era sinónimo de diversión y jarana, pero no la afirmación de un Arte sin parangón en el mundo. Sólo el mundo elitista de la ópera y los más populares del teatro y los toros, tenían por entonces el derecho de la observación y la dignificación que se plasmaba en la crítica, hasta que a partir de esa rebeldía personal de Antonio, de esa pelea interior por llevar el flamenco a los sitios nobles que se merecía, surgieron, uno tras otros, una serie de hombres serios en sus análisis que se comprometieron con la verdad y autenticidad del hecho flamenco -diferenciado y diferenciador de otras artes-, plasmando a través de las páginas periodísticas y las ondas de la radio la singularidad de esta manifestación telúrica.
Hoy, cuando ya el flamenco está reconocido mundialmente, cuando hasta se le dedica un año internacional, cuando se cumplen cincuentenarios de festivales y concursos -coincidentes en la génesis con la frase de Mairena- y cuando medios y más medios de comunicación -tal si fuese un sarampión global- se suman, con opiniones varias, no a la divulgación y dignificación que tanto trabajó costó conseguir, sino a las mieles del éxito logrado, no estaría de más que echásemos la vista atrás para recordar con emoción unas cuantas instituciones y periodistas que lucharon incansablemente para que esto sucediese.
Cómo no recordar con emoción a la Hermandad de los Gitanos de Utrera, precursora del Festival que sería ejemplo para todos cuantos proliferaron por Andalucía y que supusieron la proyección y el pan digno para los artistas; y al Concurso Nacional de Arte Flamenco de Córdoba con sus cincuenta años a cuestas como el Potaje; y a don Rafael Belmonte y Manuel Palomino haciendo proselitismo desde los micrófonos de Radio Sevilla; y a Manuel Barrios, santo y seña de los primeros maestros; y a José Antonio Blázquez, la más exquisita pluma de las páginas flamencas; y a José Blas Vega, Manuel Ríos Ruiz, Agustín Gómez, Luís Melgar, Rafael Salinas, Gonzalo Rojo, José Luís Montoya, Alfonso Eduardo, Miguel Acal, Paco Herrera, Luís Caballero, Juan Verguillos, Ángel Álvarez , Félix Grande, José Luís Navarro, Ángel Marín Rújula..., y andando el tiempo hasta llegar a los más cercanos en la juventud, como Manolo Bohórquez, Manuel Martín, Manuel Curao, Cristina Cruces, Marta Carrasco Benítez o el benjamín García Reyes..., y aquellos que se me quedan en el camino de la mala memoria.
Todos, a lo largo de sus vidas y desde las distintas geografías que componen nuestro país, hicieron posible que un Arte, tan denigrado como el flamenco, llegara a alcanzar la gloria que hoy disfruta. Para mí es un honor darles las gracias en esta hora, porque, además de un trabajo encomiable, hicieron buenas las palabras del gran maestro: ¡Bendita la hora en la que el flamenco tiene derecho a la crítica!
Emilio Jiménez Díaz - Foto: Paco Sánchez