
Estamos en tiempos de fusiones, confusiones e infusiones, que a mí las tres palabras, referidas naturalmente al flamenco, me suenan más o menos a lo mismo, porque las fusiones son como si se cogiera el cante y se sumergiera en un líquido, para que deje un ligero posillo y así crear la confusión en quien lo escucha, que hasta que no se lo aclaran con palabras, dichas o escritas, no sabe lo que está escuchando.
Y si nos olvidamos de las fusiones y nos centramos en quienes cantan de forma tradicional -que es como a mí me gusta llamar al cante de siempre, porque las expresiones pureza u ortodoxia no, ya que éstas cada cual las entiende a su manera-pocas novedades aportan, porque o son imitadores totales de alguna línea concreta, o imitadores parciales, que hacen una
cosita de este, una cosita de ese y una cosita de aquel, confeccionando un rebujito que la verdad sea dicha, a veces resulta agradable al oído, pero que enriquece poco, o más bien nada, lo que es la historia del cante flamenco. Y así van corriendo los años y escasamente puede escucharse algo o a alguien que aporte algo importante de verdad y sea novedoso, pero a la
vez ceñido, o al menos emparentado, con la tradición. Tenemos por tanto un cante actual que es, o copia empeorada de lo que se hizo o creó hace más de sesenta años, o unas fusiones del flamenco con otros géneros, que lo que hacen es destrozar, tanto el flamenco como el tipo de música elegida para fusionarla con él, porque soy de la opinión que todo aquel que mezcla géneros, es porque no vale nada en ninguno de los que ha mezclado.
El argumento con el que se justifican, tanto quienes cantan copias empeoradas o quienes fusionan, es que como lo que hicieron Manuel Torre, Antonio Chacón, Tomás Pavón, Niña de los Peines, Niño de Gloria, Manolo Caracol, Antonio Mairena y el largo etcétera de quienes componen la nómina de los grandes y legendarios reyes del cante, ahí está y no se puede mejorar, hay que buscar otros senderos, aunque desgraciadamente no sé por dónde los buscarán, porque los que encuentran son los que ya he mencionado, de la copia mala o la deformación.
Y ahora, una vez expresada ya mi opinión sobre lo que hay, es cuando entro en la otra materia que justifica el título con que he encabezado este breve comentario, el arte del toreo que, recordemos, cuenta aproximadamente con un siglo más de antigüedad que el flamenco -al que tan unido ha estado desde siempre-, y que como éste, no basta con ejecutarlo bien, sino que para que valga y haga sentir tiene que transmitir y pellizcar. Y dentro del toreo, legendarios fueron, en la antigüedad, los Costillares o Curro Cúchares, por citar un par de ejemplos; después, en pleno siglo XX hubo matadores de toros tan grandísimos como Joselito "El Gallo", su hermano Rafael, Juan Belmonte, El Guerra y un largo etcétera. Posteriormente vinieron los Manolete, Luis Miguel Dominguín, Palomo Linares, Curro Romero o Antonio Ordóñez; ¿se pueden dar nombres de mejores toreros? Pues a éstos siguieron, años después, entre otros, los Paco Ojeda, Espartaco o José Tomás; ¿que no han sido igualmente grandes?
Bueno, pues con todo lo grandes que han sido los citados, más muchos coetáneos de ellos cuya relación sería interminable, ahora mismo, en el año del Señor de 2006, se torea mejor que nunca, con más plasticidad, con mejor ténica y mucho más ceñido y ajustado que desde siempre, y ahí están, para confirmarlo, entre otros, los Ponce, El Cid, Morante o El Juli, y esas dos nuevas promesas que son ya casi rabiosas realidades llamadas Castella y Talavante.
¿Que a qué viene todo esto referido a la tauromaquia? Pues viene a que si en el toreo, que es más antiguo que el cante, ha habido enormes monstruos a lo largo de su historia, y resulta que ahora se torea mejor que cuando lo hacían esos monstruos, ¿por qué en el cante no puede suceder lo mismo? Falta capacidad, y vamos a dejarnos de historias.
José Luis Montoya